La Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) atendió a 297.552 pacientes por complicaciones derivadas de la obesidad en el 2021. En sí misma, la obesidad es una enfermedad crónica, y conspira con otras para postrar a las personas o causarles la muerte, como sucede con los padecimientos cardiovasculares.
Entre el 2000 y el 2021, un total de 593 personas perdieron la vida por razones directamente atribuidas a este mal, según datos de la Universidad Hispanoamericana citados en nuestro reportaje del 13 de octubre pasado. No obstante, el daño más frecuente está en la intervención indirecta de la obesidad como agravante de otros males.
La consecuencia extrema de la muerte no es el único motivo para temerle. Los efectos sobre la calidad de vida también son graves. Las limitaciones físicas impuestas por el mal rivalizan con sus repercusiones sicológicas para martirizar a las víctimas, a menudo desde temprana edad.
La creciente prevalencia de la obesidad en Costa Rica y su aparición en niños y jóvenes es producto de cambios culturales acelerados que no solo afectaron la alimentación tradicional, sino también la actividad física. Las comidas ricas en grasas y sodio, pero pobres en proteínas y fibras, dominan la dieta nacional. El sedentarismo se ha entronizado como en otras sociedades de ingresos medios y altos.
Las comidas rápidas, las bebidas azucaradas, la variedad de golosinas y los productos de picar desplazan a los alimentos tradicionales cuya combinación con la actividad física hacían de la obesidad una enfermedad mucho menos frecuente. La prevención en la lucha contra ese mal comienza por la resistencia individual, pero los países más afectados llegaron a comprender la necesidad de adoptar políticas públicas de diversa naturaleza.
El recurso más obvio y menos propenso a encontrar resistencia es la educación nutricional, ofrecida directamente en el aula o mediante campañas publicitarias, además de los programas de educación física, por lo general mal financiados y ayunos de la infraestructura requerida.
Otros países utilizan mecanismos tributarios para desestimular el consumo de alimentos poco saludables. En apoyo a esa política, citan también la generación de ingresos para los sistemas de salud. Es un razonamiento similar al aplicado al tabaco, causante de enfermedades muy caras de tratar.
En el caso de las comidas “chatarra”, el argumento contra la herramienta tributaria es su regresividad, porque afecta más a los sectores de menos ingresos, pero los defensores de la medida encuentran la justificación en el fin perseguido. Los ejemplos de “impuestos correctivos” abundan en todos los continentes y hay estudios que confirman su eficacia, no solo por el impacto en los hábitos de consumo, sino también en la reformulación de los alimentos por parte de los fabricantes.
Además, hay medidas como el reglamento de sodas escolares, aprobado en Costa Rica hace más de una década, cuando el país constató sobrepeso en más del 40% de los niños a consecuencia del consumo de calorías “vacías” y un creciente sedentarismo inducido por factores que van desde la inseguridad ciudadana hasta la popularidad de los videojuegos.
El reglamento prohíbe la venta de alimentos grasos, bebidas gaseosas y comidas con exceso de azúcar o sal. La resistencia fue grande y llegó hasta los tribunales. La Sala Constitucional descartó los alegados roces de la normativa con la libertad de comercio, la autonomía municipal y el derecho al trabajo. Por encima de esos intereses, está el derecho fundamental a la salud, dijeron los magistrados.
No obstante, la amenaza va en aumento y no hay suficiente debate sobre las opciones disponibles para enfrentarla. Los números del estudio de la Universidad Hispanoamericana deberían estimularlo, pero urge actualizar las estadísticas. La última encuesta nacional de nutrición data del 2009 y desde entonces mucho ha cambiado.