Hace poco menos de tres cuartos de siglo Costa Rica derramó sangre en una guerra civil nacida de la desconfianza en los resultados electorales. La lección quedó aprendida y un elemento clave del nuevo diseño constitucional fue el establecimiento de un cuarto poder, con plenas potestades para organizar y supervisar los comicios, al punto de recibir el mando de la Fuerza Pública seis meses antes de su celebración.
Desde entonces, el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) ha sido garante de los procesos electorales y, también, de la paz social. La pureza del sufragio y la abolición del ejército son motivo de orgullo para los costarricenses y ejemplo para naciones de todo el planeta. Algunas lo han imitado.
La lección aprendida en 1948 no debe ser olvidada. Hablar, a estas alturas, de «chorreo» de votos y fraude electoral es un acto de profunda irresponsabilidad. En otras naciones de sólida tradición democrática hemos visto adonde conducen esas infundadas acusaciones y su estrecho parentesco con el autoritarismo.
El Capitolio de los Estados Unidos fue invadido por una turba enardecida por frívolas acusaciones de fraude y exigencias de ignorar la voluntad popular. Hubo muertos y heridos, pero el daño a la institucionalidad perdura y se profundiza mediante la promulgación de leyes para dificultar y suprimir el sufragio. La división social está lejos de ser zanjada.
Para reconocer el peligro de sembrar duda sobre los procesos electorales basta nuestra propia historia pero, si fuera necesario, podemos dirigir la vista hacia la nación fundadora del republicanismo democrático. Ningún país está a salvo si permite la erosión de sus valores fundamentales, como quedó demostrado en Washington.
El International Institute for Democracy & Electoral Assistance, con sede en Suecia, clasifica la calidad de los procesos electorales costarricenses en el cuarto lugar de 165 países estudiados, con una calificación perfecta. Otras mediciones internacionales llegan a conclusiones muy parecidas.
El contraste entre esas valoraciones y la desabrida retórica de campaña que siembra dudas infundadas llama a meditar. ¿Cómo se justifica manchar, en nuestro propio territorio, el limpio prestigio de que goza el país en el mundo? La táctica de crear desconfianza y enfrentamiento extremo, llegando al punto de calificar al adversario electoral de «enemigo», ha producido, en algunas oportunidades, resultados de corto plazo. No obstante, en todos los casos el precio ha sido terrible.
La democracia también se abona con prudencia y mesura. El electorado tiene derecho a ponderar las virtudes y defectos, claramente expresados, de los aspirantes a cargos públicos, pero la retórica infundada y violenta, orientada a caracterizar al «enemigo» como capaz de cualquier fechoría, incluida la burla de los mecanismos establecidos para garantizar la pureza del sufragio, solo conduce a la confrontación estéril. También dificulta la posterior reparación del daño y paraliza la gestión de un eventual gobierno, salvo una apabullante mayoría legislativa. Aún en ese caso, la crispación entorpece el diálogo con otros sectores e instituciones indispensables para la gobernabilidad.
Costa Rica merece más. La civilidad, la disposición al diálogo y la confianza en los medios institucionales para resolver las diferencias constituyen una cultura desafortunadamente poco común en el vecindario, el continente y el mundo. Debemos hacer cuanto esté a nuestro alcance para preservarla, comenzando por la indispensable contención de la palabra destemplada.