Lo que al principio podía calificarse de peligrosa mezcla de desdén, miopía, irresponsabilidad, irrespeto, ignorancia, oportunismo, ocultamiento, mentiras y negación se ha convertido, desde hace semanas, en una fría e inaceptable estrategia de criminalidad en Nicaragua. Nos referimos a la forma como el dictador Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, han abordado el surgimiento y expansión de la covid-19 por todo su territorio.
Los datos oficiales, minimizados al absurdo, no la ponen de manifiesto, pero los hechos documentados por personal médico, medios de comunicación, organizaciones no gubernamentales y ciudadanos que deben confrontarlos diariamente revelan una emergencia de crecientes proporciones. Y, aunque la falta de información confiable impide realizar proyecciones elementales, todo indica que Nicaragua podría estar a las puertas de un crecimiento exponencial, impulsado por el llamado “contagio comunitario”, la incapacidad (o falta de voluntad) de dar seguimiento a los casos, la carencia de suficientes medidas de precaución y las enormes limitaciones de un sistema hospitalario al borde del colapso.
Las consecuencias de todo esto, ya de por sí graves, podrán tornarse muy pronto en una verdadera tragedia humanitaria, con repercusiones más allá de las fronteras, particularmente sobre Costa Rica.
Según informes obtenidos de primera mano y divulgados por el medio de comunicación Confidencial, uno de los más independientes y serios del país, el hospital España, en la ciudad de Chinandega, se ha convertido en uno de los principales focos de contagio, y alrededor de 20 profesionales de la salud han caído víctimas del virus. La Asociación Médica Nicaragüense calcula en 60 el número de agremiados contagiados en todo el país. Su vicepresidente, Javier Núñez, reveló lo que ya considera un “contagio masivo”. En nuestra frontera norte, son múltiples los casos de transportistas cuyas pruebas han dado positivo en coronavirus; una parte de ellos son nicaragüenses y otros han permanecido días en el país vecino. Por su parte, familiares de los presos políticos reportan alrededor de 20 enfermos infectados por el virus entre ellos, a quienes se les da escasa atención.
Mientras, los macabros “entierros exprés” de pacientes fallecidos por lo que las autoridades califican de “neumonía atípica” proliferan en las principales ciudades. Las autoridades, lejos de fomentar el distanciamiento social, siguen estimulando actividades colectivas, mientras el presidente Ortega, en más de una ocasión, ha dicho que el país no puede parar “porque se muere”, como si una abstracción política y geográfica fuera más importante que sus propios habitantes.
A pesar de que la Organización Panamericana de la Salud (OPS) ha sido en extremo prudente al referirse a Nicaragua, su director de Emergencias en Salud, Ciro Ugarte, manifestó el pasado martes la preocupación de su representada por la falta de información sobre el número de casos, la cantidad de pruebas realizadas y el seguimiento de los contactos, y agregó: “Estamos esencialmente preocupados por la ausencia de distanciamiento social y porque el llamamiento a eventos masivos sigue manifestándose”.
De Ortega y Murillo nada bueno puede esperarse. Su irrespeto por los derechos humanos ha sido constante. Alcanzó su apogeo durante abril del año antepasado, con la brutal represión de manifestaciones pacíficas, en las que fueron asesinados centenares de personas y en las que incluso las fuerzas de seguridad y matones pagados atacaron a médicos y hospitales por atender a las víctimas. Lo que sucede en la actualidad es otro patético capítulo en esa ruta criminal, ejecutado con pasmosa frialdad; una verdadera ofensa contra el valor más elemental de las vidas humanas y una señal más de que, con ellos en el poder, solo más sufrimientos puede preverse en Nicaragua.