El triunfo de cualquiera de los tres candidatos presidenciales que compitieron el sábado en las elecciones de Taiwán habría sido una reafirmación más de la ejemplar democracia y sólidas libertades públicas que caracterizan a la isla, que China considera como parte integral de su territorio. Tras una vigorosa campaña, con una participación del 72 % y sin ningún reclamo sobre la rectitud y transparencia del proceso, nunca hubo dudas de que el resultado oficial reflejaría fielmente la voluntad popular.
Así ha ocurrido desde que, en 1996, se inauguraron las votaciones directas para presidente. Pero a esto se añadió otro elemento que no es solo ejemplar, sino también admirable: a pesar de la coerción económica, las amenazas, las presiones militares y la desinformación orquestada por China, los ciudadanos eligieron precisamente al candidato contra el que se dirigió esa arremetida. De este modo, reafirmaron su sentido de identidad y creciente suspicacia con respecto a Pekín, y su decisión de no condicionar el ejercicio de sus derechos ciudadanos a lo que pretendan quienes dirigen su régimen de partido único.
Hablamos de una reafirmación, porque el ganador, Lai Ching-te, logró que su Partido Democrático Progresista (PDP), defensor de la autonomía de Taiwán, obtuviera la presidencia para su agrupación por tercera vez consecutiva. De este modo, el hoy vicepresidente sucederá por cuatro años más a la presidenta Tsai Ing-wen, quien no podía optar por una segunda reelección. Su victoria no fue tan contundente como la de su predecesora, quien en la última elección superó el 50 % del apoyo y el PDP obtuvo mayoría legislativa. Lai, en cambio, triunfó con el 40 % y su partido perdió el control de la Asamblea Nacional.
La diferencia es que en esta oportunidad se enfrentaron no dos, sino tres candidatos con importantes grados de apoyo. Su mayor rival fue Hou Yu-hi, del tradicional partido Kuomintang, que acepta la noción de que Taiwán es parte de China y propicia lazos más estrechos con su régimen, aunque condiciona fuertemente una posible —y distante— unificación al respeto de procedimientos democráticos; por este motivo, era el favorito de Pekín. Obtuvo el 33,5 % de los votos, mientras el tercer lugar, con el 26,5 %, correspondió a Ko Wen-je, del recién formado Partido Popular de Taiwán, que enfatizó reclamos domésticos, entre ellos el alto precio de la vivienda, el reducido crecimiento en los ingresos personales y la posibilidad de un estancamiento del dinamismo económico.
El régimen comunista, desde el presidente Xi Jinping hasta funcionarios del partido y altos mandos militares, han tratado de presentar a Lai como un “guerrerista” capaz de generar una confrontación en aras de impulsar la independencia. Este fue, en gran medida, el discurso de Pekín durante la campaña, en el marco de la presunta “inevitabilidad histórica” de la reunificación que destacó Xi hace pocas semanas. Pero lo cierto es que si bien el PDP y su candidato triunfador insisten, con toda razón, en la condición autónoma que debe tener el gobierno taiwanés y rechazan los condicionamientos y presiones que vienen desde el continente, siempre han seguido una política cuidadosa y moderada.
Que de nuevo los electores se inclinaran por ese curso de acción debe ser visto por el régimen comunista como un mensaje de advertencia. Su esencia es que las amenazas, lejos de debilitar, han consolidado las convicciones democráticas, el afán de autonomía y las reivindicaciones de los taiwaneses, y que los intentos de ahogarlas mediante actitudes agresivas serán infructuosos. Esto plantea una clara disyuntiva: o cambiar de estrategia y dar claras señales de disposición a respetar el statu quo, la identidad y el autogobierno de la isla, o apostar, a mediano plazo, por una agresión directa para forzar la unificación.
Dentro de la lógica totalitaria de Xi y el Partido Comunista, la primera opción difícilmente puede tener cabida; la segunda, por su parte, originaría un gran conflicto armado, incluso con Estados Unidos. Lo más probable, por lo tanto, es que Pekín, al menos por ahora, arrecie sus presiones, incremente sus amenazas militares, trate de erosionar el apoyo hacia el gobierno y mantenga su intensa campaña de desinformación. Sin duda, serán factores que el gobierno taiwanés, como siempre lo ha hecho, deberá tomar en cuenta, pero que no detendrán la voluntad democrática del pueblo. El gran riesgo es que un error de cálculo pueda ser el detonante de severas e inesperadas consecuencias para Taiwán, China y el mundo.