Los diputados tienen pendiente el llamado a hacer un papelón sumándose al referéndum propuesto por el Poder Ejecutivo para debilitar las funciones de fiscalización de la Contraloría General de la República y permitir las contrataciones a dedo. La propuesta nunca debió ser considerada por su simple y llana intención, pero en la Asamblea Legislativa hay temor a la acusación de impedir la manifestación popular sobre el tema.
Para salir al paso a esa posibilidad, algunos legisladores contemplan dar su voto a la iniciativa, seguros de la imposibilidad de concretar la consulta popular. La llamada ley jaguar nació desdentada, en abierto conflicto con la Constitución y reiterada jurisprudencia para acreditarlo. ¿Por qué no dar los votos al Ejecutivo y dejar a la Sala Constitucional la tarea de domar al jaguar? Hay varias razones.
La primera es el respeto a la institucionalidad y al papel de la Asamblea Legislativa. Sumarse al referéndum es aceptar la supuesta inutilidad del Congreso y abdicar de la función legislativa. Es aceptar el empleo del referéndum para tramitar asuntos comunes y no los extraordinarios, por algún lamentable motivo imposibles de resolver de otra forma.
Por otra parte, el apoyo al referéndum legitima sus intenciones. Quien no esté de acuerdo con abrir portillos a la corrupción, liberando al Ejecutivo de los controles establecidos por la Constitución y la ley, tampoco puede, sin incurrir en grave inconsecuencia, proponer una consulta sobre la conveniencia de hacerlo. Es como si un ecologista ayudara a recoger firmas para someter a referéndum la eliminación de la moratoria a la explotación petrolera.
La contradicción, en el caso de los diputados, solo podría ser producto del miedo, pero dejarse llevar por temor a ataques infundados es exhibir una carencia impensable en quien ejerce la representación popular. La defensa de la institucionalidad y de los verdaderos intereses de los ciudadanos exige el valor de decir la verdad, no la “astucia” de pasar la decisión a la Sala Constitucional con la esperanza de que sean los magistrados quienes defiendan la majestad de la carta fundamental y el régimen de derecho.
Por si fuera poco, ahora la estratagema se notaría demasiado. La inconstitucionalidad de la propuesta es de conocimiento común y algunas advertencias parten del círculo más cercano a la organización del referéndum. La primera voz de alerta la dio la propia contralora general de la República, Marta Acosta, pero el Ejecutivo fingió no haberla escuchado. Los diputados ante quienes hizo la advertencia podrían escoger desoírla atribuyendo su opinión a la falsa condición de parte interesada.
Al día siguiente de entregada la propuesta a la Asamblea Legislativa, trascendió la jurisprudencia de 1998 que erradica toda duda sobre el choque entre la Constitución y la ley jaguar al punto que Natalia Díaz, ministra de la Presidencia, afirmó que “el tema es intentarlo”, y depositó su esperanza en un improbable cambio de criterio de la Sala IV, cuya trayectoria ha sido conforme con el fallo de 1998.
Los legisladores ya se enteraron del vicio por la contralora, la ministra de la Presidencia y la propia Sala Constitucional. Por si fuera poco, Alex Solís, uno de los integrantes del grupo asesor del Ejecutivo, reveló haber hecho las mismas advertencias a los demás participantes y explicó, con meridiana claridad, las incongruencias del proyecto.
A estas alturas, los diputados no pueden alegar desconocimiento de los vicios. Se les está invitando a votar a sabiendas de la inconveniencia y la inconstitucionalidad de la ley. Cuando menos, antes de hacerlo, deberían adelantar la consulta a la Sala IV o, mejor aún, invitar al Ejecutivo a recolectar las firmas requeridas para convocar a referéndum sin participación del Congreso, como lo sugirió la diputada Andrea Álvarez. El fracaso final de la gestión es casi seguro en uno u otro escenario. ¿Para qué hacerse copartícipe del yerro?