El ministro de Seguridad Pública, Michael Soto, pidió a los diputados reducir a una la cantidad de armas de fuego permitidas por persona. En la actualidad, el límite es de tres y los diputados de la comisión tramitadora de una reforma a la Ley de Armas y Explosivos se manifestaron conformes con el número, que puede ser ampliado en una más mediante solicitud razonada.
Los legisladores habían aprobado la reducción del límite a una, pero dieron marcha atrás pese al llamado del ministro. La decisión debilita el sano propósito de reducir el número de armas en un país inundado por ellas y con la tasa de homicidios ya ubicada en dimensiones epidémicas. Al cierre del 2017, había 244.455 armas matriculadas y, según estimaciones recientes, hay otras 257.000 clandestinas.
Las armas no inscritas constituyen el problema mayor, no solo por el descontrol, sino por su papel preponderante como fuente de abastecimiento de la delincuencia. Los riesgos de las armas clandestinas, por su naturaleza, difieren de los peligros planteados por la proliferación de armas inscritas. Por eso, el tratamiento de los dos problemas es distinto: la posesión clandestina no debe ser tolerada y la severidad de las penas establecidas para castigarla debe dejarlo claro. La posesión lícita debe ser, cuando menos, limitada, lo cual abre el debate sobre los topes razonables. Para establecerlos, conviene reparar en las causas de los homicidios ocurridos en el país.
El mayor número de asesinatos con armas de fuego son ajustes de cuentas entre criminales, en especial, entre las bandas del crimen organizado, pero, en muchos otros casos, no hay razones tan específicas para tirar del gatillo y la cercanía del arma se convierte en razón del desenlace fatal. Se trata de los homicidios pasionales, las riñas y los accidentes, muchas veces con participación de niños como víctimas o involuntarios victimarios.
El escenario de la legítima defensa, en el cual una persona armada repele un ataque con consecuencias fatales para el delincuente, es más bien raro. En casi todo el mundo, las estadísticas apuntan a una mayor probabilidad de muerte del agredido cuando porta un arma. Los delincuentes atacan armados, tienen la iniciativa y carecen de escrúpulos. También son presa del miedo y los nervios, especialmente los más jóvenes, y eso los lleva a disparar ante la más leve reacción del agredido. Por eso, la resistencia de la víctima armada aumenta las posibilidades de un desenlace trágico para ella.
Sin embargo, la defensa personal es, junto con los usos deportivos, la más frecuente justificación de la posesión legal de armas. En nuestros días no es fácil imaginar un asedio que exija tres armas de fuego defensivas para repelerlo y, en un país donde la Ley de Conservación de la Vida Silvestre se opone a la cacería, tampoco hay razones para inscribir múltiples armas deportivas a favor de una persona, salvo los reducidos casos del tiro al blanco, en cuya práctica se utiliza otro tipo de armas.
Aun si concedemos a los diputados razón en cuanto a los cuestionables beneficios del arma para la defensa personal, la inscripción de varias a nombre de una sola persona por lo general servirá para garantizar la disponibilidad de una de ellas en los momentos trágicos cuando ocurren los homicidios no relacionados con ajustes de cuentas y asaltos. En esos casos, las víctimas suelen ser mujeres, niños, vecinos o hasta amigos de pronto enojados por alguna causa, muchas veces banal. Ese es el panorama visualizado por el ministro cuando pide a los legisladores limitar la tenencia legal. No en balde Michael Soto es un experimentado policía.