No es exagerado afirmar que la transición hacia una economía libre de carbono y basada en energías limpias será la mayor transformación productiva del mundo tras la Revolución Industrial, es decir, un punto de inflexión para la humanidad. Llegar allí, sin embargo, es una tarea plagada de obstáculos. La gran pregunta es si se avanzará lo suficiente hacia esa meta antes de que el calentamiento global haya alcanzado niveles catastróficos e irreversibles.
Existen razones para dudarlo, pero también decisiones que llaman al optimismo. Una de ellas fue la entrada en vigor, en agosto del pasado año, de la llamada Ley de Reducción Inflacionaria (Inflation Reduction Act o IRA), un nombre engañoso y políticamente interesado para lo que, en realidad, es la más ambiciosa pieza de legislación ambiental en la historia de Estados Unidos, y quizá del mundo. Por esto, merece ser celebrada. A la vez, sin embargo, su diseño tiene claros matices discriminatorios y proteccionistas.
Por esta razón, provocó fuertes reacciones de descontento entre aliados clave de Estados Unidos. El riesgo es que, si no se atienden adecuadamente estas diferencias, podría generarse un conflicto comercial de grandes proporciones, que perjudique económicamente a todos los involucrados y debilite la alianza occidental cuando la necesidad de su cohesión es particularmente importante.
La IRA destinará, a lo largo de varios años, $369.000 millones (equivalentes a seis veces el producto interno bruto de Costa Rica) a impulsar las energías limpias y una amplia gama de proyectos vinculados con el clima, como el desarrollo de industrias verdes, el transporte eléctrico o basado en hidrógeno, la adaptación de inmuebles y las tecnologías de captura de carbono. De este modo, busca pasar rápidamente hacia una economía descarbonizada, dar a Estados Unidos un liderazgo en el sector, fortalecer su autonomía energética y generar inversiones y empleos, con sus consecuentes réditos políticos.
Todo lo anterior es encomiable y establece un punto de referencia digno de imitar, en cuanto a objetivos, por otras regiones o países industrializados. El problema está en que los créditos fiscales que otorgará a las empresas para la producción de baterías y vehículos eléctricos, y los subsidios directos a los consumidores para adquirirlos, dependerá de que estos sean fabricados con insumos producidos en Estados Unidos o países con los que tenga tratados de libre comercio; en este caso, Canadá y México. Tal estrategia contradice las reglas del comercio internacional.
Es entendible, entonces, la preocupación y hasta hostilidad generada en los países que tienen las condiciones para competir, en particular la Unión Europea, Corea del Sur y Japón, pero estarán imposibilitados de hacerlo por la discriminación que crean las exoneraciones y subsidios.
Hasta ahora, las diferencias se han manejado con prudencia, pero la tensión es alta y, si no se busca un arreglo razonable, podrá traer consecuencias que vayan más allá de lo económico y afecten lo geopolítico.
La UE y Estados Unidos crearon una “fuerza de tarea” para explorar salidas adecuadas. Sin embargo, algunos obstáculos, por derivar de artículos de la ley, no podrán superarse sin enmendarla, lo cual resulta imposible en la coyuntura política estadounidense.
Dada esta circunstancia, la reacción de las contrapartes será, probablemente, acudir a otros tipos de subsidios a favor de sus industrias locales. El resultado inmediato, como ocurre cuando el proteccionismo se instaura, será una distorsión en la asignación de los recursos económicos.
El gobierno estadounidense dice que, al impulsar masivamente las tecnologías e industrias verdes, todos los países ganarán, porque mejorarán y se abaratarán los factores de producción clave para todos, y se estimulará un “círculo virtuoso” de innovaciones con positivas repercusiones locales. Además, algo esencial, se progresará de manera decidida en la lucha contra el cambio climático.
Tiene razón en todo lo anterior. Lamentamos que haya optado por una ruta con fuertes tintes proteccionistas, pero la preferimos a la inacción previa. Lo que se impone ahora es trabajar en serio, sobre todo, en la dimensión transatlántica, para reducir los roces y mejorar las opciones de cooperación hacia el fin común de una economía global cada vez más descarbonizada.