La elección del nuevo fiscal general está a la vuelta de la esquina. Podría darse el lunes, aunque la fecha no es definitiva. Los magistrados votarán cuando estimen propicio el momento y no han mostrado sentido de urgencia porque la plaza en propiedad está vacante desde hace un año. La ocupa como interino el fiscal Warner Molina, uno de los aspirantes al cargo.
La elección de Emilia Navas Aparicio, jefa del Ministerio Público hasta mediados del año pasado, no satisfizo las expectativas, pero dejó un valioso precedente de transparencia cuya preservación es de enorme relevancia para la Corte Suprema de Justicia y la institucionalidad del país. La exfiscala fue elegida mediante votación pública de los magistrados.
Carlos Chinchilla Sandí, presidente de la Corte en aquel momento, elogió la decisión de votar públicamente para dejar constancia de un proceso donde “no hay nada oculto”. Nada debe haber oculto en esta oportunidad y no hay mejor razón para consolidar la práctica de elegir a tan alto funcionario de cara a la ciudadanía.
La escogencia del fiscal general es una decisión de gran trascendencia. Al jefe del Ministerio Público le corresponde diseñar la política de persecución criminal y adjudicar los recursos para desarrollarla según las circunstancias. También tiene graves responsabilidades en el esclarecimiento de asuntos penales relacionados con la más alta jerarquía de los poderes públicos.
Precisamente, una de las razones esgrimidas por los defensores de la elección secreta es la posibilidad de represalias contra magistrados con causas pendientes en la Fiscalía. En el ejercicio de sus cargos, los altos jueces están expuestos a ser denunciados, en ocasiones sin fundamento, y varios figuran como investigados en la actualidad.
El mismo razonamiento han hecho algunos diputados para pretender el secreto de los nombramientos encargados al Congreso por la Constitución Política. En ningún caso es de recibo el argumento.
Hay medios para apartar a un funcionario de un caso cuando su objetividad esté comprometida o haya apariencia de conflicto de intereses. Por otra parte, la potestad de nombramiento conferida a magistrados y diputados debe ser ejercida sin consideración de los intereses propios. Existe, además, el principio de publicidad y rendición de cuentas propio del sistema democrático y la Corte Suprema de Justicia debe ser la primera en transparentar sus decisiones.
La situación se había planteado cuando la Corte Plena se aprestaba para elegir a Emilia Navas. Antes de la votación, analizaron dos recursos planteados por sindicatos del Poder Judicial para exigir la abstención de los magistrados titulares porque contra ellos pesaban acusaciones. Tratándose de una elección y no de un asunto propio de la función jurisdiccional, los magistrados no encontraron razón para abstenerse. Por el contrario, la trascendencia del nombramiento hacía deseable la participación de los titulares, explicó Chinchilla, quien intentó excusarse de votar pero no pudo porque sus compañeros rechazaron la gestión.
Con esos antecedentes, es difícil imaginar un cambio de rumbo para la próxima elección. La Corte Plena hizo lo correcto cuando eligió a Navas sin secretismo. Hacer lo contrario en esta oportunidad no tendría explicación.
En esas circunstancias, la erosión de la confianza se magnifica. En ningún lugar es más grave la desconfianza que en el Poder Judicial. Los magistrados deben tenerlo presente cuando decidan el modo de selección del próximo fiscal general, especialmente después de los traspiés sufridos por la Corte en tiempos recientes.