La elección a una asamblea nacional constituyente, celebrada entre el 15 y 16 de mayo en Chile, es un acto político de profundo calado, con enormes significados y consecuencias. En ambos tipos de variables, amerita una lectura serena y autocrítica, sobre todo, por los partidos y dirigentes tradicionales.
El principal significado es de madurez. Luego de la intensa oleada de protestas sociales a finales del 2019 y principios del 2020, y de su torpe manejo inicial por el gobierno centroderechista de Sebastián Piñera, los chilenos demostraron su apego a la dinámica democrática e institucional como vía para afrontar retos y resolver conflictos.
Cuando los cambios puntuales resultaron insuficientes para aplacar los reclamos ciudadanos por mejores y más equitativas condiciones de vida, los principales sectores políticos decidieron abrir la vía de una nueva constitución, para sustituir la heredada de la dictadura de Augusto Pinochet. Y el pueblo reaccionó con civismo.
El Congreso convocó a un referendo para que los ciudadanos decidieran dos cosas. Una fue si aprobaban redactar una nueva constitución; la otra, mediante qué modalidad: si una convención abierta, elegida en su totalidad por voto popular, o una mixta, compuesta, en igual número, por los legisladores en ejercicio y nuevos constituyentes.
Los síes a un nuevo texto y a la convención abierta superaron el 78 % de los votos. Fue en cumplimiento de ese abrumador mandato popular que se produjeron las elecciones del domingo 16. La participación, en este caso, fue menor a la del referendo, pero la legitimidad y contundencia del proceso está fuera de duda.
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El otro significado, que el resultado revela de forma clara, es el marcado descontento por el desempeño de las agrupaciones políticas más consolidadas, curiosamente las mismas que condujeron, ejemplarmente, la reconstitución democrática y el progreso económico chilenos, dignos de admiración. Sin embargo, en el camino, perdieron contacto con amplios sectores de la población y no se adelantaron a ejecutar políticas que distribuyeran mejor el producto del crecimiento, redujeran la desigualdad, brindaran servicios públicos —principalmente educación y salud— más equitativos e incorporaran componentes más solidarios al sistema de pensiones.
La acumulación de todo lo anterior condujo a las protestas del 2019 y a que los candidatos independientes a la constituyente fueran los grandes ganadores del más reciente ejercicio democrático, con el 56,8 % del total de curules.
Aunque una parte de ellos está agrupada en una alianza de izquierda, los independientes, en conjunto, representan un conglomerado sumamente heterogéneo. Sumados a un 11 % reservado a los pueblos originarios, que tampoco tienen una orientación sociopolítica clara y unitaria, así como a la dispersión del voto por los partidos constituidos, es imposible aún imaginar la naturaleza del nuevo texto constitucional.
Ni la centroderecha ni la centroizquierda tradicionales controlarán más del 20 %, y en conjunto apenas consiguen un poco más del tercio de los asambleístas. Como para alcanzar acuerdos se necesitarán dos tercios de los votos, esto les dará un cierto margen de acción que, sin embargo, dependerá de que logren múltiples convergencias, algo difícil.
La incertidumbre generada por la composición de la asamblea es, así, la principal consecuencia inmediata del proceso, a la que se añaden las próximas elecciones generales, en noviembre.
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Esto abre grandes interrogantes sobre dos aspectos a mediano plazo: cómo podrá desarrollarse en este cuerpo fragmentado una dinámica ordenada y proactiva, con sentido de bien común, no suma de reivindicaciones sectoriales, y cuáles serán los grandes lineamientos de la nueva constitución.
El mandato, implícito a partir de las votaciones en el referendo y para la integración de la asamblea, es de profunda reforma. De qué índole, con cuáles prioridades y balances, y con qué distribución de competencias institucionales, es lo que no se puede precisar a estas alturas, a pesar de que han pasado tres semanas desde las votaciones.
Confiamos en que la misma madurez demostrada a lo largo de este proceso se materialice durante las deliberaciones y el texto constitucional que emane de ellas. Sin duda hay mucho que corregir en Chile, pero también hay mucho que rescatar y preservar. El balance será un norte clave en las tareas que siguen.