El Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA) rehúye las preguntas de la prensa sobre el número de afectados por los racionamientos de agua y ni siquiera avisa a las comunidades antes de suspender el servicio. La misma parquedad figura entre los elementos más criticados de la reacción institucional ante la contaminación del agua suministrada a 107.000 pobladores de Goicoechea, Moravia y Tibás.
Las deficiencias del servicio afectan todos los ámbitos de la vida cotidiana de cientos de miles de personas y alimentan la conflictividad social, como se vio en las últimas semanas en Hatillo. La falta de información oportuna solo puede atizar el enojo, pero la reserva del AyA es completamente coherente con la actitud del gobierno en el manejo de la información pública.
Desde el inicio, la administración estableció una política de comunicación selectiva, con uso de medios afines, y obstaculización del flujo de información relevante si se presta para fundar una revisión crítica de su desempeño. Una y otra vez, las instituciones responden las consultas más sencillas con una cita de ley sobre el plazo de diez días concedido a la administración para suministrar datos.
Ese es el mejor de los casos, porque en otras oportunidades la información se oculta o el peticionario, sea un periodista, un ciudadano particular o un diputado, se ve en la necesidad de acudir a la Sala Constitucional para exigir el suministro de datos de interés público a los cuales todos debemos tener acceso por disposición constitucional.
No sorprende, entonces, que la administración elegida a partir de las más radicales promesas de transparencia, incluida la transmisión en vivo de las sesiones del Consejo de Gobierno, haya conducido al país al último lugar en la lista de 38 naciones integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
El informe Perspectivas de la OCDE sobre integridad y anticorrupción 2024 señala a Costa Rica como un país donde los ciudadanos carecen de vías expeditas para acceder a la información pública, conocer las agendas de los ministros, saber de las sesiones de los órganos del Gobierno y enterarse de las actividades de cabildeo de grupos de interés.
El examen de la OCDE va más allá de la legislación y estudia su aplicación práctica. En noviembre del 2022, nuestro país estrenó una ley que obliga a las entidades públicas a publicar sus actas, los audios y los videos de las sesiones de junta directiva, pero el incumplimiento es generalizado.
En días recientes, las restricciones se han hecho obvias en la Comisión Nacional de Emergencias (CNE) y el Sistema Nacional de Radio y Televisión (Sinart), pero la práctica incluye una larga lista de instituciones. La Junta de Administración Portuaria y de Desarrollo Económico de la Vertiente Atlántica (Japdeva) no solo ha rechazado solicitudes de este medio, sino que, contra las disposiciones de ley, argumentó que las grabaciones de la Junta Directiva son, exclusivamente, para consultas o aclaraciones internas porque así lo establece el reglamento.
A la luz de esas prácticas, el país no puede sorprenderse por la peor nota en materia de cumplimiento de las normas promulgadas para asegurar el acceso a la información. La calificación de un 31 % dista del promedio obtenido por los miembros de la OCDE (el 62 %) y la comparación con el 81 % de los mejores (Estonia, España, Canadá y Eslovenia) resulta de plano vergonzosa.
El último lugar en transparencia es la peor recomendación para un país como el nuestro, abierto al mundo y empeñado en estimular el intercambio con las demás naciones. También constituye, en lo interno, el señalamiento de una grave falencia de la democracia exhibida con tanto orgullo ante la comunidad internacional. Costa Rica merece mucho más.