El debate celebrado el jueves entre Joe Biden y Donald Trump, candidatos presidenciales (aún no oficiales) de los partidos Demócrata y Republicano, fue un espectáculo desolador. Antes teníamos fundadas razones para la inquietud sobre el futuro de la democracia estadounidense. Después de lo ocurrido en esa ocasión lo que corresponde es alarma. El saldo de esa confrontación, considerada esencial para definir en parte el desarrollo de la campaña, es tan simple como deprimente: aunque por razones muy distintas, ninguno de los dos tiene las condiciones adecuadas para ejercer la presidencia de su país durante el próximo cuatrienio.
Ya era de sobra conocido que Trump carece por completo de ellas. Peor aún, por sus antecedentes en el cargo (entre el 2016 y el 2020), su rechazo a reconocer la derrota frente a Biden y sus declaraciones, acciones y proyectos desde entonces, está claro que constituye una amenaza directa a las instituciones, normas y prácticas democráticas de Estados Unidos. Durante sus intervenciones en los 90 minutos del debate, confirmó todo lo anterior con desparpajo y crudeza.
Sus mentiras fueron escandalosas y recurrentes. Su incitación al odio contra los migrantes, a quienes convirtió en culpables de males de todo tipo, reveló un claro desdén por sus semejantes. Los simplismos con que abordó los grandes conflictos que enfrenta el mundo reiteraron su mezcla de ignorancia y manipulación deliberadas. Lo más alarmante fue que se negó a responder, sin ambages, si reconocería el resultado de las elecciones. Dijo que lo haría si era “legal”, pero insistió en que había sido víctima de un inexistente “fraude” en el 2020. Así puso de manifiesto que su única legalidad aceptada es el triunfo.
A lo anterior se añade su condición de delincuente convicto por un jurado penal en Nueva York, sus condenas en relevantes casos civiles y otros juicios penales pendientes de gran consecuencia, porque tocan sus actuaciones como presidente. En Georgia enfrenta acusaciones por el intento de distorsionar el resultado electoral en ese estado hace cuatro años. A esta acusación estatal se unen dos federales: en el Distrito de Columbia, por incitar a la insurrección para tratar de impedir la certificación de Biden como presidente, y en Florida, por la apropiación y manejo indebido de documentos confidenciales de la presidencia.
Si Trump llegara a la Casa Blanca, dispondría del poder para desplegar sus peores tendencias y propósitos autocráticos, a los que se han plegado de manera indigna los principales dirigentes de su partido. Esto no solo tendría un efecto altamente corrosivo, y quizá demoledor, en su país, sino también afectaría seriamente el sistema internacional y las alianzas de Estados Unidos.
Frente a este rival, lo que se esperaba de Biden era muy claro: defender su legado como presidente, exponer los riesgos que implica Trump y, sobre todo, despejar las dudas sobre su capacidad cognitiva para ejercer el cargo durante cuatro años más. En ambas cosas falló estrepitosamente.
No fue capaz de defender adecuadamente su récord ejecutivo. No reaccionó con énfasis y robustos argumentos a las innumerables falsedades de Trump ni a ataques tan absurdos, como decirle que China pagaba su candidatura. No ofreció una visión sobre el futuro. Pero quizá esto habría sido poco relevante en sus consecuencias si hubiera demostrado aquello por lo que apostaban sus más directos colaboradores y esperaban sus seguidores: dejar establecido, de una vez por todas, que tiene plena capacidad y habilidad mentales para conducir de manera competente las complejas riendas de la nación.
A pesar de que había realizado múltiples prácticas sobre el debate, Biden no logró articular líneas argumentales básicas y sin duda ensayadas; a ratos pareció perder la atención y el enfoque en lo que decía su contendor; incluso, incurrió en frecuentes balbuceos e incoherencias. La diferencia de apenas tres años entre él (81) y Trump (78) no basta para explicar este pobre desempeño.
No en balde ha cundido una alarma generalizada entre los cuadros de su partido y campaña, y se ha replanteado la posibilidad —o, más aún, necesidad— de que abandone su candidatura. Sería lo mejor. Aún faltan varias semanas antes de la convención demócrata, entre el 19 y el 22 de agosto, donde se proclamará oficialmente la candidatura partidaria.
Aunque el tiempo que resta es relativamente corto, si Biden entra en razones y se aparta, aún habría oportunidad de encontrar un sustituto o sustituta competente, atractivo y con apoyo consensuado, que genere unidad y pueda enfrentarse a Trump con posibilidades de triunfo. No es que el presidente carezca totalmente de ellas, pero su lamentable desempeño en el debate del jueves las torna, por ahora, en altamente improbables.
Es mucho lo que está en juego como para descartar un cambio de papeleta. El éxito nunca estará asegurado, pero a menos que se opte por esa acción extrema las posibilidades de fracaso serán enormes. Hasta ahora, sin embargo, no hay señales de que Biden esté dispuesto a tomar esa decisión. En tal caso, la difícil disyuntiva electoral sería entre un desbocado aspirante a autócrata y una persona demócrata, decente y preparada, pero con reducidas capacidades mentales. En esta extrema y muy probable circunstancia, Biden aún sería la mejor opción.