Cuando el Dr. Luis Paulino Mora, presidente de la Corte Suprema de Justicia, inauguró el año judicial del 2011 con una fuerte crítica a la judicialización de la política, describió una tendencia constatable y preocupante en ese momento, pero apenas podía sospechar hasta donde llegaría. Solo la Sala Constitucional declaró con lugar 5.195 recursos de amparo contra el Poder Ejecutivo en el 2023, es decir, seis veces más que los 897 del 2015.
El recordado jurista señaló, precisamente, a las jurisdicciones constitucional y contencioso-administrativa como las más propensas a ser víctimas de la judicialización de los temas políticos, aunque no pasó por alto la extensión del fenómeno a la jurisdicción penal. El temor de Mora era doble. Por un lado, veía con recelo la frustración de los ciudadanos ante la persistencia de los problemas, no obstante haber vencido en los estrados judiciales. Por otro, le alarmaba la desviación de las responsabilidades del resto del Estado hacia los jueces.
En ambos casos, el discurso resultó profético. Basta revisar lo sucedido con la ola de delincuencia que hoy azota al país. La responsabilidad, insiste, el Poder Ejecutivo, es de los jueces y, en menor medida, de la Asamblea Legislativa. El gobierno, según su dicho, no tiene vela en el entierro.
Ese, claro está, no fue el discurso a lo largo de la campaña política, cuando el candidato triunfador insistía en la fácil solución del problema. Era el momento de presentarse como poseedor de las soluciones y prometer su aplicación apenas comenzara a gobernar. Cuando la tasa de homicidios se disparó en el primer año de gobierno, la Administración todavía no había encontrado el recurso de desplazar la responsabilidad hacia los jueces y sorteó el momento con una adjudicación de la culpa al gobierno anterior, que había ejercido el poder los primeros cuatro meses del año.
El mandatario pidió ser evaluado según los resultados obtenidos a partir del 1.° de enero del 2023. Es decir, aceptó como cabeza del Ejecutivo la responsabilidad por el año venidero y adjudicó la culpa de lo sucedido en el anterior a su predecesor en la silla presidencial, aunque solo la ocupó la tercera parte del año de transición.
El Poder Judicial entró a escena, sin pedirlo ni quererlo, cuando el 2023 batió todas las marcas para convertirse en el año más sangriento de la historia. La Administración, incapaz de encarar el problema, fue a depositarlo a la puerta de la Corte Suprema de Justicia. Así se pretende convertir un asunto de política pública en un problema judicial.
Pero la Sala Constitucional y los tribunales contencioso administrativos también han tenido su turno. Se les acusa de no dejar al Ejecutivo gobernar cuando la realidad, como bien señala el Informe Estado de la Nación, es que el gobierno formula sus políticas sin el necesario respeto a la legalidad. Los ejemplos abundan. Hay decretos fallidos en un número extraordinario de materias: inscripción de medicamentos, honorarios profesionales y política migratoria, para citar tres.
Lo mismo se puede decir de las iniciativas de ley fracasadas, cuyo mejor ejemplo es la ya fenecida “Ley jaguar”. Un miembro de la comisión nombrada para redactarla advirtió de su inconstitucionalidad. Otro constitucionalista ni siquiera se dejó reclutar cuando supo de las absurdas pretensiones. La Ministra de la Presidencia admitió la incompatibilidad del proyecto con la jurisprudencia establecida desde hace muchos años. No obstante, el fracaso se le quiso sumar a la Sala, empecinada, por algún extraño motivo, en no dejar gobernar.
En el 2011, Mora advirtió que la creciente judicialización de temas políticos perjudica la administración de justicia y convierte a los tribunales, especialmente los constitucionales y contenciosos, en blancos de la política. También señaló que la tendencia se agravaría por la incapacidad del Estado para atender los problemas.
Ahora, el exprocurador general Julio Jurado Fernández acude al ejemplo de las filas en la Caja Costarricense de Seguro Social para demostrar el acierto de aquellas palabras: “Cuando la Sala Constitucional le dice a la Caja, por ejemplo, que debe resolver el tema de las listas de espera en un determinado plazo, en alguna medida está participando de la administración de ese tema. Y eso no es porque la Sala tenga algún especial deseo de hacerlo, sino porque la ineficiencia de la Administración la lleva a eso a la hora de tutelar los derechos fundamentales de los administrados”.
En cualquiera de los casos, el resultado siempre es la erosión paulatina del prestigio del Poder Judicial y la desviación de responsabilidades ajenas hacia la judicatura. Si la administración de justicia no fuera indispensable para la subsistencia de la democracia, podríamos despreocuparnos.