“El miedo paraliza”, dijo el obispo de Matagalpa Rolando Álvarez, retenido desde hace días en la curia por las fuerzas de seguridad de la dictadura nicaragüense, acusado de “organizar grupos violentos” e incitar “a ejecutar actos de odio” para desestabilizar el país. Inmediatamente después, dejó claro que no está entre los asustados.
Durante la homilía transmitida por internet desde el interior de la curia, el régimen mantuvo las instalaciones rodeadas. El obispo tiene larga experiencia con el asedio policial, pero su detención domiciliaria bajo gravísimos cargos es la cúspide de los intentos de amedrentarlo. Si en esas circunstancias se resiste a la parálisis, la inacción de los atemorizados, en cualquier lugar donde la democracia esté amenazada, no tiene justificación.
A eso le teme el régimen, fiel al libreto de los gobernantes autoritarios. La valentía del obispo es un mal ejemplo. Por eso, sus acertadas críticas se transforman en incitación al odio y a la violencia por arte de la retorcida retórica gobiernista. Los cuerpos policiales capaces de asesinar a cientos de jóvenes durante las protestas de abril del 2018 ahora acusan al sacerdote y otros detenidos de provocar “un ambiente de zozobra y desorden, alterando la paz y la armonía en la comunidad con el propósito de desestabilizar al Estado de Nicaragua y atacar a las autoridades constitucionales”.
Claro está, la constitucionalidad de esas autoridades es la primera falacia del comunicado policial. El régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo permanece en el poder debido a un proceso electoral fraudulento, celebrado con los principales dirigentes opositores encarcelados. Carece, a estas alturas, hasta de la coartada de justicia social empleada para justificar otras dictaduras del mismo corte. Es una cleptocracia, con cómplices en el sector privado, muchos de ellos provenientes del propio régimen.
También, en consonancia con el libreto autocrático, el conflicto de Ortega con la Iglesia nicaragüense se relaciona con el control de la información y la prensa. El ataque contra los medios independientes no exime a los religiosos, en especial las estaciones de radio. Una decena de medios ligados a la Iglesia han sido clausurados mientras la persecución debilita, exilia o cierra a los demás.
Precisamente, la detención del obispo ocurrió después de sus denuncias, el lunes antepasado, del cierre de cinco emisoras católicas en Matagalpa y su llamado a respetar la libertad religiosa. En junio, el canal de la Conferencia Episcopal y otras dos televisoras católicas del norte de Nicaragua también fueron clausurados.
El llamado del obispo a la valentía debe encontrar eco en su país y en el resto del mundo. Es indispensable mantener la vista fija sobre lo que ocurre en Matagalpa, y la comunidad internacional debe comunicar al régimen su disposición a impulsar medidas para disuadirlo de los abusos.
Los mensajes de solidaridad del Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño (Celam) marcan el camino. Faltan las manifestaciones de gobiernos y organismos dedicados a la defensa de la democracia. En particular, sorprende la cautela demostrada por el Vaticano, cuyos silencios resultan ensordecedores frente a manifestaciones como la del obispo peruano Miguel Cabrejos, presidente de la Celam: “Los últimos acontecimientos, como el asedio a sacerdotes y obispos, la expulsión de miembros de comunidades religiosas, la profanación de templos y el cierre de radios, nos duelen profundamente”, afirmó.
El miedo no debe paralizarnos, porque ese es el fin de los autócratas cuando lo promueven. Ningún pueblo merece vivir bajo sus inapelables dictados y siempre estamos a tiempo para hablar con decisión, como lo hace el obispo de Matagalpa.