En 1869, Costa Rica incluyó en la Constitución promulgada ese año que la educación primaria, para ambos sexos, es obligatoria, gratuita y costeada por la nación, disposición que después fue recogida en la de 1949. Respecto a la educación superior, que dota a quienes las reciben de una valiosa herramienta para ganarse la vida, la obligación que estableció esa segunda carta magna, para el Estado, fue facilitar que las personas que carecieran de recursos económicos pudieran proseguirla. Pero más adelante, en 1975 y 1981, como resultado de una eficaz presión de grupos de interés, se obligó al Estado a dotar a las universidades públicas de recursos y ajustarlos conforme a la inflación. Quedó, así, prácticamente grabada en piedra una norma improcedente, pues obliga al Estado a girar sumas cada vez más altas a las universidades públicas sin que ellas, por gozar de autonomía, estén obligadas a rendir cuentas a la ciudadanía sobre el uso que les dan.
Como está debidamente documentado, incluso mediante estudios de las propias universidades, a los entes de educación estatal ingresa una alta proporción de estudiantes provenientes de familias acomodadas, quienes pagan costos de enseñanza simbólicos. Esto lleva a que la sociedad dé un sensible apoyo financiero a quienes menos lo requieren, lo cual contribuye a acentuar la desigualdad de ingresos en la sociedad costarricense. Esto se opone a la función redistributiva del Estado, que consiste en apoyar a los más necesitados, no a los de mayores ingresos.
De esta inequidad, el país conoció durante la administración de Rafael Ángel Calderón Fournier, cuando su ministro de Hacienda, Thelmo Vargas, intentó en vano reducir paulatinamente las contribuciones al Fondo Especial para la Educación Superior (FEES) y pidió a dichos centros que generaran mayor cantidad de recursos propios, por medio de matrículas, préstamos y hasta consultoría de alto nivel. Hoy la temática es más conocida.
Recién el exmininistro de Hacienda Fernando Herrero manifestó que la transferencia del FEES es “injusta porque beneficia principalmente a grupos medios y altos, y la pagamos los más pobres incluidos”. “Es peligrosa porque es un gasto desenfrenado, decidido por las universidades sin que les importe quién tendrá que pagarlo”, agregó. Y para mayor claridad Herrero aseguro que hay, incluso, “un conflicto de intereses evidente, que no ha recibido la atención que merece”.
Su colega y exministro Guillermo Zúñiga aboga por que “se evalúen los resultados de las transferencias”, entre ellas el FEES, que en el 2017 consumió casi ¢500.000 millones del presupuesto nacional (“Exministros abogan por contener alza en los giros”, La Nación, 8/8/2018).
La evaluación del gasto financiado mediante transferencias del presupuesto nacional sería de gran importancia si llevara a recortarlas en caso de que los resultados no fueran aceptables. Desafortunadamente, no se puede hacer mientras el artículo 85 de la Constitución Política obligue al Estado, no solo a girar sumas al FEES, sino también a ajustarlas conforme a la variación del poder adquisitivo de la moneda.
Por ahora, lo que procede pedir a las universidades públicas es evaluar formalmente sus logros conforme hemos indicado y hagan públicos los hallazgos. Además, mientras las finanzas públicas no muestren signos de recuperación, el gobierno no debe girar al FEES ni un centavo más de lo exigido por las disposiciones constitucionales porque, cada vez que aplique un aumento, como ocurrió en los inicios de la administración Solís Rivera, la base del FEES para los ajustes posteriores subirá y, por tanto, también el gasto en el futuro.
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La reforma fiscal que estudia la Asamblea Legislativa no solo debe centrarse en aprobar más impuestos, sino que, y principalmente, debe consistir en la adopción de mecanismos legales para controlar el crecimiento del gasto público y que los recursos de los contribuyentes se utilicen con mayor eficacia y equidad. Mientras no se actúe sobre lo segundo, muy pocos ciudadanos estarán dispuestos a aceptar un aumento en la carga tributaria.