Estados Unidos, cuna de la democracia republicana, constituye una advertencia sobre las vulnerabilidades de esa forma de gobierno y, también, una celebración de sus fortalezas mientras la sociedad mantenga respeto por las instituciones y haya individuos comprometidos con su defensa.
El inventario de debilidades nunca se había revelado con tan aterradora claridad como en las semanas posteriores a la derrota del presidente Donald J. Trump y su obstinada resistencia a aceptar el resultado.
Una larga lista de situaciones hipotéticas, cuya materialización pendió de una voluntad y hasta de alguna casualidad, demuestra el peligro de una ruptura constitucional en la democracia más consolidada del planeta.
Si el vicepresidente Mike Pence hubiera escuchado las peticiones de la Casa Blanca, cada vez más violentas para interrumpir el proceso de certificación de las elecciones en segundo grado, el país habría sufrido el único golpe de Estado de su prolongada historia.
Si Pence hubiera aceptado las listas fraudulentas de electores propuestas por importantes asesores de Trump, la burla a la voluntad popular se habría concretado.
Si el presidente hubiera cumplido su deseo de presentarse en el Capitolio, donde el Congreso celebraba la sesión de certificación, es imposible imaginar las consecuencias, así como es impensable la posibilidad de que la turba hubiera alcanzado al vicepresidente para darle uso al cadalso erigido fuera del edificio legislativo.
En cada caso intervino la suerte —Pence estuvo a pocos metros de ser alcanzado por la turba— o una manifestación de voluntad a favor del sistema democrático y el apego a la ley, como fue el caso del propio vicepresidente cuando rechazó las pretensiones ilegítimas de Trump o la firme respuesta de los gobernantes del estado de Georgia cuando el mandatario les pidió “encontrar” unos cuantos miles de votos para cambiar el resultado electoral.
La historia estadounidense no está exenta de anomalías y fraudes electorales, pero en ninguna otra ocasión estuvo tan cerca, por esa causa, de una ruptura constitucional de estas dimensiones.
La proximidad del desastre es una lección para otras democracias, muchas de ellas autocomplacientes y hasta vanas en la confianza de su permanencia. Estuvo a punto de suceder en los Estados Unidos, la república democrática más antigua, rica y consolidada. Puede suceder en cualquier otra parte.
La comisión legislativa nombrada para investigar la revuelta del 6 de enero del 2021 vierte luz sobre la proximidad del abismo y, también, sobre las fortalezas del sistema. Las instituciones resistieron el intento de golpe y los métodos aplicados para garantizar la libre expresión de la voluntad popular son ahora más confiables que en el pasado.
El propio fiscal general de la administración Trump, siempre dispuesto a servir al mandatario, se vio obligado a descartar el fraude poco antes de renunciar en previsión de la ira del presidente.
El estallido, con todo y las piezas de vajilla estrelladas contra la pared, fue descrito por Cassidy Hutchinson, asistente del entonces jefe de personal de la Casa Blanca Mark Meadows.
El testimonio recibido el martes por la comisión tiene conmovida a la opinión pública estadounidense, hasta ahora carente de información vital para aquilatar la gravedad de los hechos.
Trump, según la versión de Hutchinson, supo que en la turba había personas armadas y aun así intentó relajar las medidas de seguridad porque los manifestantes no le harían daño a él. También resistió el llamado a actuar para frenar el ataque y garantizar la integridad física de su vicepresidente. Por el contrario, intentó tomar el control de su limusina para dirigirse a la sede legislativa.
El Congreso se ha distinguido por el esfuerzo de esclarecer los hechos. A lo largo de la investigación, los tribunales se han pronunciado para allanarle el camino, dando acceso a elementos probatorios vitales. La división de poderes y sus pesos y contrapesos desempeñan un papel determinante y serán los jueces, en última instancia, quienes sentarán las responsabilidades penales y civiles necesarias para alejar el espectro de la historia repetida.
Entre las fortalezas de la democracia estadounidense se cuentan los ciudadanos de todos los partidos cuyo compromiso con el sistema no cede a las amenazas ni se aturde por los cantos de sirena populistas. No obstante, como en otras democracias, un número inquietante de personas manifiesta desapego de las instituciones y anuencia a sacrificarlas en procura de soluciones en apariencia expeditivas. Esa es la más temible amenaza para la democracia.