El camino hacia el desorden en el empleo público está empedrado de excepciones y concesiones sectoriales. A lo largo de décadas, el Estado hizo proliferar los beneficios salariales en una u otra institución hasta llegar a tener 260 pluses, incontrolables disparadores del gasto público. Las convenciones colectivas —a veces negociadas por quienes se beneficiarían de ellas y otras por administradores indolentes, preocupados exclusivamente por evitar conflictos— contribuyen al caos y añaden costosos beneficios a los pluses.
El resultado de tantos años de desorden es una insalvable brecha entre salarios públicos y privados, además de grandes diferencias entre funcionarios con idénticas tareas y atestados, y el crecimiento del insostenible gasto público. El salario, en demasiados casos, no depende de calidades, responsabilidades o desempeño, sino de la institución empleadora.
En general, la compensación por el trabajo en el Gobierno Central palidece frente a la retribución en instituciones autónomas. En el 2018, dice un informe de la Contraloría, un vigilante de la administración central ganaba ¢277.800 mientras su par en una institución descentralizada devengaba casi ¢1,2 millones.
Si la Asamblea Legislativa quiere poner orden, eliminar distorsiones y racionalizar el gasto público en salarios, debe prestar atención al llamado de la Contraloría General de la República para extender los efectos de la ley de empleo público al Instituto Costarricense de Electricidad, el Instituto Nacional de Seguros (INS) y los bancos del Estado.
Esos funcionarios estaban incluidos en el primer proyecto presentado por el gobierno, en abril del 2019, pero fueron excluidos de la nueva versión. En consecuencia, un numeroso grupo de trabajadores estatales quedaría fuera de los salarios globales propuestos por la iniciativa de ley, con riesgo de perpetuar la práctica de las excepciones y los privilegios, salvo la aprobación de las mociones planteadas a última hora por diputados de varias fracciones.
A igual trabajo, igual salario, dice la Contraloría con lógica inobjetable. El irrespeto a esa sencilla máxima nos tiene hoy donde estamos, y la ley de empleo público no debe pasar por alto la oportunidad de nivelar el terreno y establecer parámetros firmes para futuras políticas salariales en la Administración Pública. Mal haría el Congreso si derrota los esfuerzos de unificación con el reconocimiento de excepciones injustificadas.
La Contraloría no encuentra razón para eximir a los funcionarios de instituciones sometidas a la competencia de empresas privadas, como lo planteó el gobierno en su texto sustitutivo y tampoco para mantener ocho regímenes salariales capaces de regirse por sus propias normas, a contrapelo del propósito original de establecer una remuneración uniforme para los trabajadores estatales.
Las reglas uniformes contribuirán a racionalizar costos y elevar la competitividad, pero deben ir más allá de las remuneraciones y beneficios. La contralora, Marta Acosta, exhortó a los diputados a poner atención a la evaluación del desempeño, dependiente del logro de los objetivos de cada institución. También en ese ámbito es necesaria la uniformidad de criterios.
En concordancia con las observaciones de la Contraloría, la nueva ley debe procurar un servicio civil eficaz, con costos y dimensiones apegados a la realidad del país. Mientras no lo consigamos, no habrá control del gasto público ni justicia en las remuneraciones del Estado. Llegamos a este punto de la mano de concesiones odiosas, motivadas por el deseo de ganar aceptación clientelista entre los beneficiarios. La reforma no debe conservar ningún vestigio de aquellas prácticas nocivas.