El diputado del Partido Republicano Social Cristiano Otto Roberto Vargas propuso vacunar a los diputados para asegurar la continuidad del trabajo legislativo. El tiempo le dio la razón. El Congreso lleva días paralizado y hasta su nueva presidenta se contagió del virus que causa la covid-19. En la agenda hay proyectos apremiantes, de enorme trascendencia.
La propia emergencia sanitaria exigió respuestas legislativas y podría necesitarlas de nuevo. En su momento, la Asamblea aprobó medidas para apoyar a los sectores más afectados de la población y del ámbito empresarial, así como a las autoridades sanitarias en su esfuerzo por contener el coronavirus. Hoy no podría reaccionar, si hiciera falta, y es imposible saber si la circunstancia se presentará.
Vargas sufrió críticas, tan injustas como predecibles, por la propuesta. El desprestigio de las instituciones y la erosión de la confianza depositada en ellas alimentan constantes sospechas de aprovechamiento y reclamo de granjerías, al punto de tornarnos incapaces de distinguir cuando estamos ante un privilegio y cuando frente a una legítima necesidad.
Los diputados son trabajadores esenciales. Debimos haberlos puesto a salvo en cuanto surgió la oportunidad y sin duda debemos hacerlo ahora. Las razones están a la vista. Hay viceministros y magistrados suplentes, así como cuadros gerenciales en otras instituciones de igual significación, pero la suplencia temporal de los legisladores no está prevista y las consecuencias de paralizar el Congreso son serias.
En muchos países, incluidos varios latinoamericanos, la vacunación de altos funcionarios ha suscitado escándalos porque se ha hecho de manera subrepticia. Eso no debería inhibirnos de actuar con transparencia y decisión, como el diputado Vargas cuando planteó abiertamente su iniciativa.
«La solución no es que cada vez que tengamos un caso positivo de covid de un diputado o un asesor… apliquemos una orden sanitaria o el aislamiento preventivo, afectando la discusión y aprobación de proyectos de ley urgentes en estos momentos de crisis económica y social», afirmó en febrero para luego pedir una revisión del tiempo perdido hasta aquel momento por causa de la covid-19. Los meses por venir, ahora sabemos, serían mucho peores.
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La prioridad debería extenderse al gabinete. Si el país no puede vacunar de inmediato a toda su población, debería comenzar por proteger instituciones indispensables para el funcionamiento del Estado. El primer grupo de vacunados incluyó, con toda la razón, al personal médico. Sin sus esfuerzos, estamos indefensos. Hay motivos similares para asegurar la continuidad de las labores del Ejecutivo, además del Congreso.
El diputado Vargas atribuyó la reacción a su propuesta al ambiente electoral: «¡Mi único error, lo reconozco, es que olvidé completamente que estamos en año electoral!», afirmó. Efectivamente, entre sus críticos hubo políticos, entre ellos algunos legisladores; sin embargo, la respuesta negativa tiene raíces más profundas, a las cuales aludimos al citar la desconfianza en las instituciones.
El mismo fenómeno nos impide contemplar la posibilidad de ajustar salarios en los más altos niveles del gobierno para atraer talento o, por lo menos, no poner barreras económicas al servicio de personas capacitadas y dispuestas. Mientras tanto, permitimos el crecimiento incontrolado de salarios en puestos intermedios por el mero paso del tiempo, sin valoración del desempeño o el beneficio de las funciones para la sociedad.
En un país donde 2.200 empleados públicos ganan más que el presidente de la República y en ningún ministerio faltan quienes superen por amplísimo margen el salario del jerarca, las prioridades no están bien definidas. Urge vencer esos prejuicios para entender la vacunación contra la covid-19 en estos casos como una necesidad y no como un privilegio.