Con ayuda de fiscales y jueces cómplices, el presidente Luis Arce emprendió una cacería de brujas y su primera víctima es la sucesora de Evo Morales, Jeanine Áñez.
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Tras su holgado triunfo en las elecciones de Bolivia, el 17 de enero, en las que su partido, Movimiento al Socialismo (MAS), tuvo mayoría en ambas cámaras del Congreso, el hoy presidente, Luis Arce, emitió declaraciones tranquilizadoras. Aseguró que gobernaría con absoluto respeto por las instituciones democráticas, independiente de Evo Morales, quien ocupó el cargo durante tres períodos consecutivos y debió renunciar y salir del país entre protestas por unas cuestionadas elecciones en las cuales, a contrapelo de la Constitución, pretendió mantenerse en el poder cuatro años más. No pasó mucho tiempo para que esas promesas fueran violadas y el país se precipitó a una crisis política que amenaza su precaria estabilidad democrática.
El 13 de este mes la expresidenta Jeanine Áñez, quien sucedió a Morales, fue arrestada junto con dos ministros de su gobierno, imputada de «terrorismo, sedición y conspiración» por su papel en los hechos que condujeron a la salida del exmandatario izquierdista. Al día siguiente, una jueza de La Paz dictó prisión preventiva de cuatro meses en su contra, mientras la Fiscalía recaba supuestas pruebas para enjuiciarla. La pretensión, según dijo el ministro de Justicia, Iván Molina, es «una sentencia de 30 años».
En la lista de los fiscales también están los exministros de la Presidencia, Interior y Defensa, exjefes militares y policiales y otros civiles, quienes fueron denunciados por una exdiputada del MAS. Para ella, como para los actuales detentadores del poder, la renuncia de Morales, en noviembre del 2019, no fue resultado de las protestas generadas por su pretensión de ejercer un cuarto mandato y de elecciones plagadas de irregularidades. Su relato alternativo es que se trató de un golpe con inspiraciones terroristas y la intención de subvertir el «orden constitucional».
Es un hecho que los sucesos de entonces estuvieron plagados de confusión, y que existen versiones encontradas sobre la legitimidad del conteo de votos. Pero sobre lo que no cabe ninguna duda es de que Morales violó los resultados de un referendo que rechazó su propósito de presentarse para un nuevo período, que las protestas tras las elecciones fueron multitudinarias y que luego de que los militares le retiraron el apoyo renunció al cargo. Calificar esto de golpe de Estado es, simplemente, instrumentalizar la justicia como parte de una vendetta política contraria a la democracia y la estabilidad, de las que Bolivia tiene urgencia.
No son de balde las manifestaciones populares que se han producido en contra de la detención de Áñez, sobre todo, en la rica región de Santa Cruz, bastión de la oposición, las denuncias de políticos opositores, como el expresidente y excandidato Carlos Mesa, y las advertencias y llamados de organizaciones y dirigentes internacionales.
El lunes 14 António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, recordó la trascendencia de «respetar las garantías del debido proceso y la plena transparencia en todos los procedimientos judiciales». La Secretaría General de la OEA expresó su «preocupación por el abuso de mecanismos judiciales que nuevamente se han transformado en instrumentos represivos del partido de gobierno». Luego, una portavoz del Departamento de Estado dijo que Estados Unidos seguía «con preocupación» los acontecimientos. La Unión Europea calificó los hechos de «preocupantes» y llamó a que las denuncias sean atendidas «en el marco de un proceso judicial transparente y sin presiones políticas, con pleno respeto a la independencia de los poderes».
Las presiones políticas, por desgracia, son las que han activado el proceso, crispado el ambiente y vulnerado la paz interna. Los acontecimientos ocurren en plena gran desaceleración económica y tras un notorio fracaso del MAS en las elecciones locales del 7 de marzo, en las que candidatos de la oposición se impusieron en las principales ciudades bolivianas. Por esto, no puede descartarse que también estemos ante un intento por desviar la atención del rápido deterioro gubernamental. Pero lo realmente preocupante y grave son los ímpetus autoritarios que animan las detenciones y que auguran tiempos posiblemente más convulsos para el país.
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