Los “magos” de la comunicación política digital se reúnen en concurridos congresos para presumir, unos a otros, sus hazañas en el arte de hacer a los votantes creer cuanto convenga a sus candidatos. No hay en esas citas un instante de reflexión sobre el impacto de tan innoble tarea sobre la democracia. Si lo hubiera, sería ineludible la discusión ética y en eso no hay mayor interés.
Lo importante es compartir métodos probados para producir la victoria electoral a cualquier costo. Los expositores exhiben sin pudor las técnicas más novedosas para engañar a los electores porque al hacerlo, se mercadean. En la audiencia siempre hay compradores de todo el espectro político, a veces con el único denominador común del populismo o la falta de escrúpulos.
Ya la compra de likes y seguidores no tiene gracia. Eran engaños comparativamente inocuos. Su pasividad los hacía mucho menos eficaces. Hoy los embustes son proactivos. Los bots se encargan de invadir el espacio cibernético de las víctimas, a menudo seleccionadas mediante el análisis de rastros dejados inadvertidamente al interactuar con otros usuarios de las redes sociales.
Los troles asoman dondequiera para difamar a los opositores, ahogar sus planteamientos en una cacofonía de argumentos ad hominem, falsedades y razonamientos estúpidos. No importa la verdad ni la coherencia, sino la fidelidad al mensaje esperado por el auditorio, es decir, las víctimas. Estas últimas no siempre son inocentes. A menudo quieren ser engañadas, y en eso reside la magia de la llamada “comunicación política digital”.
Sus practicantes no construyen ni difunden propuestas de políticas públicas. Eso es perder el tiempo en procura de una conexión racional con los votantes. El postulado orientador de los contenidos es tan viejo como la demagogia misma. La innovación consiste en trasladarlos a los medios digitales para aprovechar su alcance y anonimato.
En cuanto al mensaje, solo interesa su eficacia para despertar la emotividad. Algunas emociones, claro está, son más potentes que otras. Demagogos de todos los tiempos lo supieron mucho antes de la aparición de la sicología moderna. Desde la Atenas del Siglo de Pericles hasta Savonarola y los fascistas contemporáneos, el miedo y el odio han sido recursos de primer orden.
Por eso en los congresos de la llamada “comunicación política digital” nunca falta un expositor que, con desparpajo, exalte las virtudes de esos sentimientos como movilizadores de votantes. Los conferencistas insisten en la necesidad de estudiar las fuentes de esas emociones para exacerbarlas y canalizarlas a favor de quienes les pagan. Poco importa si la emoción tiene base en la realidad o si avivarla envenena el cuerpo social y enfrenta a las personas.
La innovación, claro está, no es la falta de escrúpulos sino los nuevos medios para ponerla en práctica. Un bot puede hacer creer a la gente que está en contacto personal con el candidato mediante servicios de mensajería como WhatsApp. Los ingenuos terminan agradecidos por la atención del político y quienes los engañan exhiben ese agradecimiento, en los congresos de comunicadores políticos digitales, como muestra de su eficacia comunicativa. Mientras ejecuta el engaño, la campaña aprovecha para prometer transparencia y comprometerse con una lucha frontal contra la corrupción.
La técnica es de una crueldad y un cinismo sin límites. Como no hay preocupación por el contenido, más allá del apto para manipular la emotividad, el resultado son gobiernos incapaces de gobernar, carentes de programa y visión. En el poder, se dedican a hacer lo mismo, pero la “comunicación política digital” no resuelve problemas y sigue siendo cierta la frase de Lincoln sobre la imposibilidad de engañar a toda la gente todo el tiempo. La tragedia es el daño causado de camino y la certeza de que la inteligencia artificial contribuirá a agravarlo en el futuro.