Los progresivos esfuerzos por legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo en Estados Unidos culminaron felizmente el viernes, por la misma vía que, durante las últimas décadas, ha conducido a la consolidación de varios derechos y cambios sociales en ese país: una decisión de la Corte Suprema de Justicia. Mediante una votación de 5 a 4, el más alto tribunal federal declaró que su Constitución garantiza el matrimonio a todas las personas, sin distinción de su sexo.
La decisión de la mayoría parte de que los principios pétreos enunciados en el texto constitucional deben ponderarse en relación con realidades, aspiraciones y desafíos cambiantes. Los redactores de la Constitución, dice la resolución, “no presumían conocer la extensión de la libertad en todas sus dimensiones, por lo cual legaron a las futuras generaciones una carta que protege los derechos de todas las personas a disfrutar la libertad mientras aprendemos su significado”. Tales libertades “se extienden a ciertas decisiones personales centrales para la dignidad y la autonomía individual, incluyendo opciones íntimas que definen la identidad y creencias personales”.
Pero el texto no se queda en las dimensiones jurídicas y constitucionales indispensables para articular una sólida argumentación legal, también dedica amplios e inspiradores pasajes a la naturaleza del matrimonio, la importancia del amor entre los seres humanos y el respeto para quienes piensan y sienten de manera distinta. Las parejas del mismo sexo que desean unirse en matrimonio, afirma, buscan “no ser condenadas a vivir en soledad, excluidas de una de las instituciones más antiguas de la civilización. Lo que piden es la misma dignidad ante los ojos de la ley. La Constitución les reconoce ese derecho”. Es decir, reconocerles este derecho también fortalece el matrimonio.
La decisión favorable de la Corte Suprema se inscribe en un proceso de cambio creciente en la opinión pública estadounidense, en su pensamiento jurídico y en las legislaciones y tribunales estatales. De hecho, 36 estados y el Distrito de Columbia ya reconocían el matrimonio igualitario, fuera por decisiones legislativas o por resoluciones judiciales. Además, desde inicios de este siglo, 20 países han seguido ese mismo camino. Entre ellos están Argentina, Brasil y Uruguay, así como el Distrito Federal, en México. El más reciente avance, mediante el inédito procedimiento del referéndum, ocurrió en Irlanda. Sin embargo, la oposición en una mayoría de Estados aún es férrea, y en varios de África y Asia el homosexualismo es considerado un serio delito.
En Costa Rica se ha producido una paulatina apertura social ante distintas manifestaciones de identidad de género. Aunque con timidez, hemos avanzado por la vía administrativa en reconocer derechos a las parejas de hecho entre personas del mismo sexo, y a principios de este mes el Juzgado de Familia de Goicoechea tuteló los de una constituida por dos hombres. Se trata, sin duda, de pasos importantes, pero insuficientes. La gran asignatura pendiente está en la Asamblea Legislativa, que hasta ahora ha sido incapaz de aprobar las uniones civiles de personas del mismo sexo, por una mezcla de prejuicios, oposición férrea del llamado “bloque cristiano” y la actitud pusilánime de una mayoría de diputados, quizá porque no se atreven a asumir lo que presumen –creemos que incorrectamente– que sería un costo político.
Es hora de que se rompan estas barreras. Todos los seres humanos tienen el derecho a que las parejas que decidan constituir por voluntad propia sean legalmente reconocidas. Lo contrario es una inaceptable discriminación. Más aún, lejos de que este reconocimiento legal conduzca, como aducen algunos, a la “decadencia” de nuestra sociedad, conducirá a una mayor estabilidad y cohesión y, por supuesto, justicia.
Quizá la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos inspire a nuestros diputados y cale en el pensamiento de nuestros tribunales, en particular la Sala Constitucional. Debemos actuar sin más dilaciones para, al menos, abrir el camino a las uniones civiles.