Monseñor Rolando Álvarez, obispo de Matagalpa desde el 2011 y administrador apostólico de Estelí a partir del 2022, es un pastor inclaudicable. Su valentía, rectitud y resistencia, pero sobre todo el profundo compromiso demostrado con su pueblo, la Iglesia y Nicaragua, lo han convertido en blanco de las peores aberraciones posibles del dictador Daniel Ortega. Pero ante cada nuevo golpe resiste y se eleva, como ser pleno, sacerdote íntegro y símbolo de libertad.
Su lucha sintetiza las mejores aspiraciones de los nicaragüenses, y su tranquilo heroísmo revela una inagotable fuente de tenacidad, frente a la cual la tiranía se muestra perpleja y desorientada. Y como no conoce otra forma de gobernar, responde con encarnizada represión.
El más reciente ejemplo del temple de monseñor Álvarez, y de la pequeñez del dictador Ortega, quedó de manifiesto esta semana. Como si fuera una graciosa concesión digna de agradecimiento, y luego de gestiones del Vaticano, la Conferencia Episcopal e incluso el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, el régimen ofreció liberarlo.
El régimen lo sacó por unas horas de la reclusión que padece desde que, en febrero pasado, fue condenado a 26 años y 4 meses de prisión por “traición a la patria” y otros cargos espurios. La jugada parecía maestra para quienes oprimen a Nicaragua: se quitarían de encima una molesta figura, desinflarían su condición de símbolo, darían una imagen humanitaria, complacerían a algunos personajes internacionales y apaciguarían al Vaticano.
Pero no contaron con el actor principal: el propio monseñor Álvarez. A pesar del sufrimiento ya acumulado en prisión, rechazó sin doblegarse las condiciones impuestas para liberarlo. Estas fueron, en síntesis, no reconocer su inocencia, despojarlo de su nacionalidad nicaragüense (nació en Managua en 1966) y expulsarlo expeditamente hacia Roma.
Ya el prelado había rechazado esos mismos requisitos cuando, el 9 de febrero, se negó a formar parte del grupo de 222 prisioneros políticos excarcelados, expulsados y convertidos en apátridas por el régimen. Por esta actitud, al día siguiente recibió la extrema condena que aún cumple. Quizá Ortega y sus secuaces pensaron que los meses padeciendo prisión lo doblegarían. Se equivocaron.
Sin duda debilitado físicamente, su fortaleza espiritual y entereza personal más bien se acentuaron. Por esto, mantuvo su actitud: liberación incondicional para él y los demás sacerdotes encarcelados, y el derecho a permanecer en el país. Dijo que solo aceptaría salir por orden del papa Francisco, pero este no la ha emitido, pidió descongelar las cuentas bancarias de las iglesias y diócesis nicaragüenses y cesar la persecución religiosa. El rechazo del régimen implicó su regreso a prisión.
El ensañamiento directo contra monseñor Álvarez comenzó en mayo del pasado año, luego de que denunció mediante un video la persecución del régimen en su contra. Como protesta, inició un ayuno indefinido. El 4 agosto se le impidió salir del palacio episcopal de Matagalpa a oficiar misa. Allí debió permanecer hasta que, dos semanas después, la policía irrumpió en el inmueble y lo detuvo junto a ocho sacerdotes. Fue puesto entonces bajo arresto domiciliario en Managua, hasta su procesamiento expedito y condena el 10 de febrero.
Frente a la perversidad del régimen, monseñor Álvarez ha desplegado su resistencia; frente a los insultos de Ortega, que ese día lo llamó “energúmeno” y “terrorista”, ha hecho gala de serenidad; y ante los intentos de humillarlo son infinitas sus muestras de absoluta dignidad.
Gracias al pastor inclaudicable, Ortega y sus secuaces han quedado más expuestos y aislados que nunca. Para ellos, nuestro repudio; para él, nuestro respeto, admiración y solidaridad. Lo que debe seguir es un apoyo internacional más militante a favor de la libertad en Nicaragua. Quizá el ejemplo del prelado lo estimule.