La Internet, un extraordinario avance para la humanidad, tiene importantes efectos secundarios. Son graves, como el aprovechamiento del anonimato para denigrar a otros, en ocasiones hasta el punto del suicidio, y para difundir noticias falsas cuya repercusión en el tejido social y en el sistema democrático ha demostrado ser significativa. Pero esas actividades se realizan en la red superficial, a la cual todos tenemos acceso.
Existe también una red profunda, cuya información no está indexada de forma que sea posible encontrarla mediante los buscadores tradicionales. Para llegar a esos confines, es necesario conocer las bases de datos cuyo contenido solo está a disposición de quien lo pida o procure específicamente. Allí hay información sobre infinidad de temas, entre ellos un tesoro de datos útiles para la investigación académica.
Pero hay un último rincón de la red adonde pocos llegan. No es porque sea demasiado difícil hacerlo, sino porque el número de interesados en el narcotráfico, la prostitución y hasta la contratación de sicarios, entre otras actividades ilícitas, es relativamente reducido. En esas profundidades es posible comprar manuales para vulnerar la seguridad informática, listas de números de tarjetas de todo tipo para cometer estafas y empresas proveedoras de servicios criminales especializados.
Si las profundidades de la red permiten el mercadeo y promoción de actividades y bienes ilícitos sin delatar la identidad de compradores y vendedores, el medio de pago puede ofrecer a las autoridades pistas suficientes para ejecutar un arresto. Así entra en escena la gran habilitadora de las transacciones económicas en la llamada “red oscura”: la criptomoneda.
Ningún país las emite y no hay banco central, pero las criptomonedas se transan libremente en la red y su precio depende de la oferta y la demanda. Son utilizadas en transacciones lícitas y empresas de prestigio las aceptan como medio de pago. La más reconocida, aunque no la única, es el bitcoin.
La criptomoneda permite transformar el dinero contante y sonante en divisas virtuales. Pagada la cantidad de bitcoins convenida, el vendedor deposita el equivalente en bitcoins en un monedero virtual del comprador, descontando su comisión por el cambio. En algún momento, el proveedor pagado con la moneda virtual acudirá al mismo mercado cambiario, en casi cualquier parte del mundo, para transformar los bitcoins en dinero al tipo de cambio del día, no importa cuál sea la divisa de su preferencia.
A partir de ahí, el poseedor de bitcoins puede hacer compras anónimas, todavía menos rastreables si las ejecuta en la “red oscura”, como se conoce a ese último rincón de la web, poblado por la delincuencia y movido por las criptomonedas, como el bitcoin. Hay muchos recursos para proteger la identidad de los participantes en esos mercados, pero la criptomoneda añade otros más, como las “tómbolas” establecidas para borrar hasta el último vínculo entre las monedas virtuales y sus propietarios, siempre a cambio de una comisión.
Los poseedores de monedas virtuales las depositan en la tómbola, donde se mezclan y salen hacía diversos monederos virtuales entre los que no están los utilizados para el depósito de la compra inicial de monedas. Si el procedimiento se ejecuta correctamente, es casi imposible dar con los participantes en futuras transacciones.
Todo esto podría sonar a ciencia ficción o a un problema todavía remoto. Acepte, entonces, el lector el reto de buscar en Google u otro navegador las palabras “Bitcoin Costa Rica” y verá la cantidad de ofertas locales existentes. Además, el director del Organismo de Investigación Judicial admitió a La Nación el uso de criptomonedas en secuestros, estafas y comercialización de pornografía infantil en nuestro territorio. Así de real es el peligro y el país debe prepararse para enfrentarlo.