En el reconocido y generalmente apreciado relato para niños de Joaquín Gutiérrez, Cocorí es “el Negrito”; su mamá, Drusila, “la Negra”; un amigo adulto solo es conocido como “el Negro Cantor”, y cuando el protagonista sube a un barco que acaba de anclar frente a la costa limonense, la bella niña blanca que lo ve por primera vez solo acata a decir esta frase: “¡Mamá, mira un monito!”. Tras reconocer que se trata de un niño, cree que está tiznado, se sorprende porque no le sale el hollín “y los ojos celestes reflejaban desconcierto”, escribió el autor.
Quien solo repare en este tipo de rasgos durante las 94 páginas de Cocorí y se abstraiga del contexto histórico y social en que fue escrita la obra, podrá concluir, con razón, que contiene atisbos racistas, como muchas otras de la literatura. Sin embargo, aquellos que se adentren en su trama, el desarrollo e interacción de los protagonistas, su contacto con la naturaleza y su progresiva liberación de estereotipos o prejuicios, tendrán abundantes razones para llegar a otra conclusión: se trata de una narración llena de fantasía y lirismo, que exuda valor humano y da vida a personajes capaces de evolucionar y enriquecerse a partir de sus diferencias.
Al concatenar narrativamente los elementos mencionados, el autor ofrece pistas y estímulos para reflexionar sobre la volatilidad de la vida, el valor de la imaginación y la fuerza de la voluntad. Si a esto añadimos que Cocorí se publicó en 1947, cuando la sensibilidad ante lo distinto era otra, los arquetipos étnicos abundantes y la injustificada marginación de los afrodescendientes casi total, será posible entender mejor sus expresiones raciales irritantes u ofensivas.
No obstante, al margen de lo que pensemos y de cómo reaccionemos ante su contenido, lo cierto es que el relato se ha ganado el aprecio de varias generaciones de costarricenses de distintas etnias y se ha convertido en un clásico nacional. Fue a partir de estas características que el joven compositor costarricense Andrés Soto, residente en Estados Unidos, elaboró una cantata de la obra, la cual fue presentada hace poco, con gran éxito, por la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la dirección de Marvin Araya, con la narración de Luis Ángel Castro y gracias a una producción del Teatro Nacional.
El paso siguiente sería la realización de un disco y la programación de más presentaciones. Sin embargo, por razones ajenas a la calidad de la obra original o del espectáculo, y que responden, exclusivamente a presiones políticas, la ministra de Cultura y Juventud, Elizabeth Fonseca, canceló el patrocinio de su cartera al proyecto. De este modo, incurrió en un reprensible acto de censura, inaceptable en cualquier circunstancia, pero, sobre todo, cuando proviene de una institución que debe ser promotora y garante de la libertad artística.
La presión fue ejercida por la diputada Epsy Campbell, del PAC, presidenta de la comisión legislativa de derechos humanos, según la cual la obra promueve la idea de que los afrodescendientes son primitivos y distintos por su color. Al igual que muchos especialistas y lectores, discrepamos de esta interpretación. Si algo caracteriza a Cocorí y a otros personajes de la narración, es su agudeza, empatía, sensibilidad y capacidad de asombro, algo muy distinto de lo “primitivo”. Pero incluso si el relato contuviera esas imágenes erróneas, ningún diputado debe arrogarse el derecho de interferir en las dimensiones artísticas de las decisiones culturales; menos aún, debe ceder ante ellas el Ministerio del ramo.
Este acto de censura no impedirá que Cocorí siga disponible en las librerías, las bibliotecas y los hogares; tampoco, que su representación musical pueda multiplicarse con otros patrocinios. Lo alarmante y repudiable es la muestra de intransigencia, intolerancia e irrespeto a la libertad que han dado políticos y altos funcionarios, quienes, paradójicamente, actuaron enarbolando los propios valores que violaron. Razón de más para el rechazo.