El pasado domingo, los electores españoles dieron mensajes muy claros. Fueron severos con la extrema derecha; acogieron de manera tibia a la derecha tradicional; demostraron tolerancia con los socialistas; restaron apoyo a sus socios de izquierda dura en el gobierno; y mantuvieron en sus niveles usuales a los partidos regionales. Sin duda, habló la democracia. El gran desafío es que, al hacerlo, dejó casi en el limbo la posibilidad de formar un gobierno viable.
El opositor Partido Popular (PP), de derecha conservadora, alcanzó el primer lugar y logró 137 escaños. Fue un éxito, si se compara con los 89 que tenía hasta entonces; sin embargo, estuvo muy por debajo de las expectativas preelectorales y del ímpetu que inicialmente le había dado su excelente desempeño en las elecciones autonómicas de mayo. Al quedar muy lejos de los 176 necesarios para la mayoría absoluta en las Cortes (Parlamento), su triunfo le deja un sabor amargo, aunque Alberto Núñez Feijóo, presidente de la agrupación, lo defina como un gran logro.
El gobernante Partido Socialista Obrero Español (PSOE) quedó en segundo lugar. Al contrario del PP, le fue mejor de lo esperado; incluso, consiguió añadir un diputado a los 120 de que disponía antes de los comicios. Para ellos y, sobre todo, para el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, la derrota tiene, en algún sentido, matices de triunfo. Fue él quien decidió, en una jugada política de alto riesgo, adelantar las elecciones nacionales después de las regionales. Al mantener sus posiciones, le salió bien la maniobra, que se vuelve más significativa si tomamos en cuenta que una de sus líneas de campaña fue “frenar” a la extrema derecha.
Esto último sucedió. Vox, el partido que la representa, sufrió un gran retroceso, al pasar de 52 a 33 asientos. De este modo, lo que parecía una posible alianza natural, aunque en extremo compleja e inquietante, entre ellos y el PP para, sin otros apoyos, formar gobierno, se disolvió en las urnas.
La izquierda más doctrinaria e inflexible, agrupada alrededor de Sumar (una reencarnación del fracasado Podemos), retrocedió más modestamente: de 35 a 31. El resto del pastel electoral se lo dividirán siete partidos regionales, con mayor fuerza los de Cataluña y el País Vasco. En este caso, no hubo ningún cambio perceptible.
Ahora le corresponderá al rey Felipe pedir al dirigente del partido más votado, en este caso Núñez Feijóo, formar gobierno. Si fracasa en el intento, le corresponderá el turno a Sánchez, el segundo. Según la Constitución española, para tener éxito en la tarea se necesitará, en una primera ronda de votación, alcanzar mayoría absoluta en las Cortes. De no ser posible, la opción es la mayoría simple, que tomaría solo en cuenta el total de los votos emitidos. Es decir, mediante su abstención, uno o varios partidos pueden favorecer que se integre un gobierno de minoría. No es algo desusado, pero sí inconveniente.
Ni el PP ni los socialistas la tendrán fácil. Los escaños del PP y Vox (170) superan los del PSOE y Sumar (152). Esto implica que, aunque cada dupla de partidos vote en conjunto, necesitarán el apoyo de un grupo suficiente de los regionales. Estos, por supuesto, tratarán de sacar enormes beneficios para otorgarlo.
Por su actitud centralista y el componente ultranacionalista de Vox, al PP le resultará muy difícil contar con esas agrupaciones, ni siquiera al Partido Nacionalista Vasco, que podría serle más afín. Además, la experiencia de algunos gobiernos regionales controlados por la coalición PP-Vox, con sus políticas en gran medida retrógradas, ha generado grandes reservas en las demás agrupaciones. Para el PSOE, la cantidad de votos regionales que deberá reunir es tan alta que alcanzarla parece imposible. En este caso, podría jugar a la abstención de algunos, al igual que el PP.
Ante tales dificultades, ninguna opción es buena: o un gobierno frágil e inestable (incluso minoritario), producto de alianzas de ocasión, o nuevas elecciones. La primera introducirá gran debilidad y eventuales contradicciones; la segunda abrirá un período de incertidumbre, sin certeza de que tras volver a las urnas sea posible conformar una mayoría razonable. No es lo mejor para España; tampoco para Europa.