El impacto del cambio climático se hace sentir con fuerza en el este de los Estados Unidos y Canadá. No viene del mar, como ocurre en algunas zonas de la costa atlántica, donde las inundaciones se han hecho frecuentes, incluso en días soleados. Tampoco aparece en forma de fenómenos extremos, como huracanes o nevadas. Viene en el aire, producto de incendios forestales a cientos de kilómetros de distancia.
Grandes ciudades norteamericanas, como Toronto, capital económica de Canadá, y Ottawa, su capital política, están sumidas en espesas nubes de humo con serios peligros para la salud. En Nueva York, las autoridades aconsejaron a los ciudadanos salir de sus casas lo menos posible.
En algunas regiones orientales del continente, las autoridades de salud sugirieron volver a utilizar máscaras N95, como en los peores momentos de la pandemia. Las escuelas mantuvieron a los niños en el interior de sus instalaciones durante los recreos y las autoridades aeronáuticas cancelaron algunos vuelos. En total, unos 55 millones de personas fueron puestas bajo alerta.
Los incendios son producto de la sequía y las altas temperaturas, inusuales para las regiones afectadas del oeste. En la Columbia Británica, sobre el océano Pacífico, decenas de marcas de alta temperatura fueron superadas el mes pasado. Los termómetros llegaron a ubicarse entre 10 y 15 grados por encima de lo normal.
En lo que va del año, 2,7 millones de hectáreas ardieron en Canadá. La destrucción reciente en los Estados Unidos también ha sido espeluznante pero, en ambos países, el sufrimiento se había concentrado en las regiones occidentales, mucho menos pobladas y urbanizadas. Ahora que la tragedia se trasladó por el aire a las zonas orientales, donde están las grandes ciudades, los analistas pronostican un aumento del interés por el cambio climático y un debate más vigoroso sobre los sacrificios necesarios para enfrentarlo. La humanidad no experimenta en cabeza ajena aunque hacerlo le evitaría graves inconvenientes.
Las dudas sobre el cambio climático y la negación de su existencia ceden conforme los países experimentan las consecuencias en carne propia, pero las respuestas concretas se hacen esperar. El Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas urge una reacción desde hace años y advierte sobre las consecuencias de una posposición, incluidas la afectación de cosechas y el aumento de la mortalidad como consecuencia de enfermedades agravadas por el calentamiento global.
En Centroamérica, hay ejemplos cercanos de las peores secuelas del cambio climático. En Honduras, los campesinos abandonan sus fincas, incapaces de hacerlas producir, y emprenden la peligrosa ruta migratoria hacia el norte. Otro tanto puede decirse de Guatemala y El Salvador. En Costa Rica, los estudiosos señalan la necesidad de hallar estrategias de mitigación y adaptación al cambio climático para proteger cultivos como el café.
Las temperaturas promedio en Centroamérica aumentaron más de 1,3 °C en seis décadas y el proceso podría acelerarse en años venideros. Además de los acontecimientos climáticos extremos, los patrones se hicieron más irregulares, con sequías cuando debería llover y diluvios a destiempo. La disrupción de los ciclos de cultivo y la proliferación de enfermedades y plagas amenazan diversas cosechas.
El Istmo está entre las regiones más vulnerables, según el consenso entre científicos. Haríamos bien si experimentamos en cabeza ajena y emprendemos, cuanto antes, un programa de adaptación y mitigación. Sobre todo, es preciso evitar la tentación del beneficio a corto plazo mediante la explotación irracional de recursos indispensables para el bienestar futuro.