Tras 52 años de conflicto, alrededor de 250.000 muertos, casi siete millones de desplazados internos y decenas de miles de exiliados y refugiados en el exterior, el gobierno de Colombia y su principal grupo guerrillero –las FARC– anunciaron, el miércoles, un acuerdo que abre enormes posibilidades de alcanzar una paz duradera en ese atribulado, pero también admirable país. Se trata de un hecho histórico, que hasta hace pocos años parecía imposible.
Frente a este inédito y ejemplar capítulo para nuestro hemisferio, y también para la resolución negociada de conflictos en otras partes del mundo, abrigamos ahora dos grandes esperanzas. La primera, que el pueblo colombiano apoye el acuerdo en el referendo convocado para el 2 de octubre; la segunda, y más compleja, que se pueda implementar con éxito, aunque a sabiendas de que el proceso será en extremo difícil y requerirá enormes dosis de tolerancia, prudencia y perseverancia de todas las partes, en particular de la ciudadanía. Si los anteriores requisitos se cumplen –y siempre será en medio de imperfecciones– el futuro de Colombia luce promisorio, para bien de su pueblo y de toda América Latina.
El acuerdo incluye la desmovilización de alrededor de 7.000 soldados y un número ligeramente mayor de milicianos pertenecientes al grupo narcoguerrillero; su incorporación como partido al proceso político; la aplicación de normas y penas de “justicia transicional” (mucho menos severa que la tradicional) por tribunales con participación internacional; la reparación a las víctimas y diversos programas de desarrollo rural y control del narcótrafico.
A pesar de que algunos de los anteriores componentes son en extremo polémicos –en particular la cuasi impunidad de algunos jefes guerrilleros–, lo cierto es que forman un conjunto equilibrado, el mejor posible dadas las circunstancias. La posibilidad de alcanzar la paz bien vale la reducción de penas, sobre todo cuando la prolongación del conflicto ante una hipotética, pero virtualmente imposible, rendición de las FARC no es una perspectiva realista o viable. En este sentido, hay que felicitar a los negociadores, en particular a los representantes del Estado colombiano y a su presidente, Juan Manuel Santos, por la paciencia, perseverancia, lucidez estratégica, creatividad negociadora y firmeza que lograron mantener. Esa parte del proceso de paz pasará a la historia como un caso de estudio universal sobre buenas prácticas negociadoras; esperamos que ocurra lo mismo en las etapas que vienen.
Santos es el principal arquitecto de este éxito; pero también hay que reconocer un importante papel a su predecesor –y hoy feroz opositor– Álvaro Uribe, en cuyo gobierno el actual presidente fue ministro de Defensa. Gracias a la política de “seguridad democrática” aplicada entonces, con gran apoyo estadounidense y desarrollo logístico nacional, el músculo militar de las FARC fue severamente diezmado, su influencia se redujo drásticamente y el Estado colombiano pudo retomar el control de la mayor parte del territorio nacional. Tras estos avances, el segundo paso lógico era emprender, sobre la base de la fortaleza del gobierno y la debilidad de los narcoguerrilleros, un proceso de negociación que, al fin, eliminara al conflicto en ese frente y terminara de neutralizar la capacidad de otro grupo armado mucho menor: el Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Santos tuvo la lucidez de optar por el camino del arreglo pacífico, sin ingenuidades y sin ceder ante las pretensiones territoriales de las FARC. Bajo estos supuestos se abrieron las negociaciones en el 2012, con fuerte acompañamiento y creciente apoyo internacional. Desde el principio, Uribe fue receloso del proceso, y conforme avanzaba arreció las críticas contra su sucesor, hasta un extremo que, en la actualidad, han alcanzado niveles de agresividad desusada en el debate democrático colombiano. Si una mayoría del pueblo cediera ante su demagogia y rechazara el acuerdo en el referendo de octubre, sería una tragedia. Si lo apoya, no habrá garantías, pero sí enormes posibilidades de un éxito progresivo.
Colombia y los colombianos han sido ejemplares en muchos aspectos. Con este acuerdo están dando otro ejemplo, ahora de madurez, que debe seguir adelante. En cinco décadas, nunca la paz ha estado tan cerca como ahora. Gracias a ella podrá haber mayor desarrollo, justicia, democracia y equidad. Y gracias a estos logros Colombia podrá desarrollar un papel mucho más vigoroso en el futuro del hemisferio. Confiamos en que así lo entenderán sus ciudadanos, y que, mediante sus votos, consoliden un arreglo que, aunque imperfecto, es notable.