El golfo de Nicoya padece un acelerado proceso de agonía ambiental. No sorprende: la tendencia comenzó hace muchos años. Pero sí alarma: su velocidad ha crecido; los efectos cada vez serán más difíciles de revertir y las presiones para que todo siga igual se mantienen. Si no hay un cambio, los resultados serán desastrosos.
Ante una realidad tan crítica, la única opción responsable es actuar con rapidez, solidez técnica y sentido integral. Estamos ante el acelerado deterioro de un bien público de enorme valor, que pertenece a todos los costarricenses e, incluso, a nuestro planeta. Por esto, debe ser manejado con miras a largo plazo, una ponderación responsable de costos y beneficios, y la decisión de no ceder reactivamente ante estrechos intereses de sectores que, aunque explicables, no es posible aceptar.
El golfo necesita, urgentemente, una política de rescate de su ya muy disminuido acervo natural, que debe desarrollarse junto con un plan de manejo a largo plazo, sustentado en la evidencia empírica y las recomendaciones de expertos y aplicado con rigor por las autoridades. Como complemento, habrá que atender los problemas sociales de los pescadores afectados, pero sin que ello implique debilitar las normas ambientales y, menos aún, tolerar más irrespeto a disposiciones de protección que han existido –y también se han violado– desde hace más de una década.
Es explicable, tal como dimos a conocer en una reciente información, que los pescadores deseen evitar las vedas y regulaciones sobre los métodos para capturar peces y otras especies de fauna marina. Para ellos, imponen limitaciones inmediatas en sus ingresos, lo cual, sin duda, afecta su bienestar. Sin embargo, el costo público de sus actividades, tanto en el terreno ambiental como económico, supera en varios múltiplos los beneficios privados a corto plazo; más aún, ya la pesca descontrolada ha puesto en severo riesgo la propia supervivencia de los pescadores, que cada vez tienen menos que capturar.
Frente a estas realidades, las autoridades deben mantenerse apegadas a su mandato de manejo responsable de los recursos marinos y, sobre todo, a la resolución de la Sala Constitucional, que prohíbe al Incopesca otorgar más licencias para pesca de arrastre, un procedimiento sumamente destructivo que explica, en gran medida, el virtual agotamiento de los recursos pesqueros en el golfo. Además, debe continuar la discusión de nuevas disposiciones legales que generen mejores regulaciones y otorguen adecuados instrumentos para hacerlas cumplir.
Nada de lo anterior implica que se desconozcan las necesidades de los pescadores. Lo que sí conlleva es que se aborden con buenas políticas y que se eviten los abusos normalmente asociados a los abordajes esencialmente asistencialistas aplicados hasta la fecha. Por ejemplo, a mediados del 2013, el Departamento de Investigación y Desarrollo de Incopesca reveló que, mientras durante la década precedente se habían otorgado ¢2.557 millones en subsidios a los pescadores para compensarlos por las vedas periódicas, estas no se habían respetado y las autoridades tampoco las habían hecho respetar. En mayo, el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) y el Incopesca pusieron en marcha un plan similar para el presente año, con una asignación de ¢803 millones. No conocemos sus resultados, pero tememos que hayan sido, simplemente, paliativos del desafío socioeconómico e ineficaces ante la crítica realidad ambiental. Los costos por subsidios a combustibles y la falta de control sobre su frecuente mal uso son otros fenómenos de sobra conocidos, pero que se han mantenido.
Las lecciones que se pueden sacar son muy claras. En lo social, hay que superar el asistencialismo y los subsidios y, más bien, generar nuevas fuentes de actividades productivas para los pescadores artesanales. En lo ambiental, debe seguirse un guion técnica y legalmente riguroso, que ponga en primer lugar la protección y buen manejo de los bienes públicos. Si se avanza por ambos caminos, no es iluso esperar, a mediano plazo, una regeneración de la riqueza pesquera y ambiental del golfo que, sumada a un adecuado manejo, lo convierta de nuevo en un foco de actividad productiva sostenible. Pero si seguimos por los caminos de siempre, será inevitable el colapso social, económico y ambiental, para perjuicio de todo el país y de los propios pescadores.