El presidente Barack Obama sometió al Congreso sus polémicos planes para ejecutar una limitada intervención militar en Siria. La decisión resultó sorpresiva. El mandatario y sus predecesores han pasado por alto al Poder Legislativo en múltiples situaciones de similar naturaleza. A lo largo de la historia, la tendencia a la expansión de los poderes presidenciales estadounidenses en asuntos de guerra ha sido una constante.
Por eso, la decisión de pedir la aprobación de representantes y senadores para el ataque contra el régimen de Bashar al Assad despertó, en sí misma, polémica. Críticos del mandatario, sobre todo los partidarios de un presidencialismo fuerte, capaz de reaccionar al instante, lo acusaron de haberse cercado a sí mismo y de comprometer los poderes de la presidencia ante amenazas futuras.
El senador y excandidato presidencial republicano John McCain teme que los Estados Unidos presenten ante el mundo una imagen de debilidad, si el Congreso rehúsa aprobar los planes del mandatario.
Los partidarios del ataque, muchos de ellos sinceramente motivados por el rechazo al inhumano uso de armas químicas, también se muestran insatisfechos por la consulta. Exigen acciones inmediatas para castigar al régimen sirio y hacer patente la voluntad estadounidense de no permitir violaciones a los tratados internacionales sobre el uso de armas químicas, nacidos de los horrores de la Primera Guerra Mundial.
Otros esgrimen razones de seguridad nacional, además de las humanitarias. Hacerse la vista gorda ante el empleo indiscriminado de armas químicas compromete la seguridad de tropas estadounidenses en el futuro, estimula la acumulación de arsenales de donde grupos terroristas podrían llegar a abastecerse y crea un peligro real para los aliados de Washington en zonas donde sus adversarios han conseguido almacenar horrendas armas de destrucción masiva.
En el otro lado de la acera, entre los pacifistas y los desconfiados por la acumulación de tan formidables poderes en manos del presidente, no faltan quienes entienden, con una buena dosis de ingenuidad, que el recurso al Congreso fortalece el papel de Poder Legislativo en esta materia y expande los equilibrios y controles ejercidos sobre las acciones del Ejecutivo.
Unos y otros harían bien en prestar atención a las palabras del presidente, profesor de derecho constitucional hasta poco antes de ocupar la Oficina Oval. A un tiempo con el anuncio de la consulta al Congreso, Obama declaró que en el ejercicio de sus funciones de comandante en jefe tiene “el derecho y la responsabilidad de actuar en nombre de la seguridad nacional”. John Kerry, su secretario de Estado, ha dicho que el mandatario tiene el poder de lanzar el ataque “sin importar lo que haga el Congreso”.
Obama no se siente obligado a pedir permiso. Por el contrario, se reconoce capaz de decidir si procura respaldo –no autorización– legislativo, o si, más bien, actúa por su cuenta. La vehemente defensa del ataque desplegada por el Poder Ejecutivo no permite dudar de su deseo de ejecutar la acción militar. Lo que no quiere es asumir la responsabilidad a solas.
La consulta de Obama no responde a una nueva concepción de los poderes de la Presidencia, sino a motivaciones políticas evidentes. Si consigue la aprobación del Congreso –y probablemente no habría recurrido a él, si no la creyera muy probable–, podrá compartir responsabilidades en caso de que la operación no rinda los frutos esperados. Si el Congreso le niega respaldo, sobre los hombros de los legisladores recaerá buena parte de la responsabilidad por futuras violaciones del derecho internacional y los principios humanitarios a cargo del régimen de Assad.
La maniobra es producto de las incertidumbres inherentes a una situación volátil, donde es difícil discernir posibilidades de éxito para cualquier acción que los Estados Unidos emprendan.
Los objetivos de la misión propuesta por Obama reflejan esa incertidumbre. Persigue castigar a Assad por el empleo de armas químicas y hacer de él un ejemplo para otros potenciales violadores del derecho internacional y los principios humanitarios, pero no deponer al régimen. La ambigüedad es fácil de explicar cuando se considera la composición de las fuerzas opositoras al presidente Sirio, en cuyas filas militan Hezbollah, al-Qaeda y otras facciones afines a la teocracia iraní. Si el régimen de Assad cae, los intereses estadounidenses en la región podrían quedar todavía más amenazados.