El 13 de diciembre del 2019, bajo la conducción de Boris Johnson, el Partido Conservador del Reino Unido obtuvo la más resonante mayoría parlamentaria desde la victoria de Margaret Thatcher en 1987.
El pasado miércoles, enfrentado a una auténtica rebelión en su gabinete y en la Cámara de los Comunes, Johnson anunció su renuncia al liderazgo de su agrupación y la salida como primer ministro tan pronto esta elija un sucesor, probablemente en setiembre. Sin embargo, existen fuertes presiones para que abandone de inmediato la jefatura de Gobierno.
Esta implosión es de sobra merecida; también, bienvenida. Durante los dos años y medio transcurridos entre el resonante éxito y el vergonzoso colapso, su gobierno se caracterizó por una secuencia de crisis, escándalos, ligerezas y mentiras.
La economía entró en un proceso de deterioro, impulsado en buena medida por la salida del Reino Unido de la Unión Europea (EU), o brexit, en el 2016, pero también por desacertadas decisiones sobre su manejo. Entre ellas estuvo la persistente amenaza de revisar unilateralmente el protocolo de apertura aduanera entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte, pieza clave en el acuerdo de salida negociado con la UE.
Esto habría representado una clara violación del derecho internacional y habría sometido a su país a eventuales sanciones de sus vecinos.
Los pocos reconocimientos que merece Johnson son la rapidez en el desarrollo y despliegue de vacunas durante la pandemia de la covid-19 y su enérgico y eficaz apoyo a Ucrania ante la invasión de Rusia, que confiamos lo mantenga su sucesor o sucesora. Sin embargo, ambos aciertos palidecen frente a los enormes desaciertos.
La recta final de su mandato, crecientemente debilitado, estuvo plagada de ofensivas faltas éticas. La primera fue desobedecer las restricciones para reuniones o celebraciones que su propio gobierno estableció durante la pandemia por la covid-19.
No solo fueron burladas mediante más de un encuentro o fiesta celebrados en el número 10 de Downing Street, sede del primer ministro; peor aún, a pesar de las evidencias sobre las celebraciones y su participación en ellas, Johnson nunca aceptó plenamente su responsabilidad. Por el contrario, el despliegue de infructuosos y cínicos esfuerzos por distorsionar los hechos redujeron aún más su legitimidad.
A lo anterior se añadió el escándalo por la costosa redecoración de su apartamento oficial, financiada por un particular. A esas alturas, el deterioro de su liderazgo era terminal; sin embargo, mantenía aún la lealtad de una mayoría de parlamentarios conservadores y de sus ministros.
Vino entonces un virtual tiro de gracia, a principios del pasado mes: luego de acusaciones de dos personas contra un ministro por asalto sexual bajo los efectos del licor, su oficina mintió sobre el grado de conocimiento que tenía el primer ministro del récord de abusos previos cometidos por ese colaborador.
A partir de ese momento, la situación se volvió insostenible para el primer ministro. A la ofensa sentida por una enorme cantidad de miembros de su gobierno y la mayoría parlamentaria, se añadió el enorme impacto político-electoral de las revelaciones, evidenciado con la derrota conservadora en dos elecciones regionales.
Las nacionales no serán hasta enero del 2025. Está por verse si los conservadores, con otro gobierno, podrán recuperar el apoyo que han perdido e imponerse al Partido Laborista, cuyo éxito en capitalizar la crisis ha sido reducido.
El panorama general del país no se ve positivo. El Reino Unido, ciertamente, es rico, dinámico, flexible y con sólida cultura democrática. Sin embargo, el daño económico y social causado por el brexit, que tuvo en Johnson a uno de sus mayores manipuladores, difícilmente se podrá despejar a mediano plazo; peor aún, es posible que se acentúe.
Cómo se reflejará esto electoralmente, es imposible de predecir ahora, pero lo que se sabe con toda certeza, aunque muchos lo nieguen, es que el abandono de la UE y cómo lo condujo el primer ministro fueron enormes desaciertos. Las consecuencias están a la vista.