La democracia en Venezuela, y por ello los derechos humanos que dependen de su vigencia, padecen un deterioro cada vez más precario. Si este proceso no se frena ya, cuando aún existen algunas posibilidades de lograrlo por vías pacíficas y legales, muy pronto será demasiado tarde y el país se hundirá en una mezcla indeterminada de caos, violencia y dictadura. La actitud excluyente, obtusa y dictatorial del régimen de Nicolás Maduro cada vez cierra más puertas internas a esta salida; por tanto, es hora de que la Organización de Estados Americanos (OEA) aborde con seriedad y determinación esta crisis expansiva a la luz de la Carta Democrática Interamericana (CDI).
Los ejemplos del curso antidemocrático adoptado por Maduro, en medio de un colapso económico cada vez más dramático e irreversible dentro su “modelo”, son múltiples. El más reciente es haber establecido, al margen de la legalidad, una comisión ad hoc para “monitorear” (léase bloquear) la exitosa recolección de firmas que abriría el camino a un referendo revocatorio de su mandato, procedimiento establecido por la Constitución. En muy pocos días, la coalición Mesa de Unidad Democrática (MUD) recolectó 1,8 millones de firmas, nueve veces más que las 200.000 requeridas. Esto, por supuesto, alarmó al régimen, que optó entonces por usurpar la tarea de revisión, que corresponde exclusivamente al Consejo Nacional Electoral, donde tiene mayoría, pero no control total.
Desde la abrumadora victoria opositora en las elecciones legislativas, en diciembre del pasado año, Maduro y su camarilla se han valido de su dominio total sobre el Tribunal Supremo de Justicia, que ha desaparecido como poder independiente, para bloquear la mayor parte de la legislación aprobada, en particular una ley de amnistía destinada a liberar a los presos políticos.
Todo lo anterior se da en un marco de inflación galopante, desabastecimiento de alimentos, medicinas y otros productos, agudo retroceso productivo, erosión de las reservas monetarias y, más recientemente, prolongados y sistemáticos apagones en todo el país. Es decir, en medio de una ingobernabilidad económica, una crisis humanitaria que asoma su rostro y un descontento político y social cada vez mayor, Maduro ha rechazado las oportunidades que las propias instituciones del chavismo ofrecen para buscar una salida pactada. Al contrario, se ha atrincherado tras medidas de facto que violan el espíritu y la letra de la Carta Democrática y hasta la propia Constitución de su país.
Hace pocos días, el secretario general de la OEA y excanciller del gobierno de José Mujica en Uruguay, Luis Almagro, recibió en la sede de la organización a un grupo de congresistas opositores venezolanos. Entre otras cosas, le solicitaron activar la CDI. Esto bastó para que el gobierno venezolano solicitara una reunión extraordinaria del Consejo Permanente de la OEA, celebrada el 5 de este mes, donde su canciller, Delcy Rodríguez, en una diatriba de 7.462 palabras, acusó a Almagro de pretender “pasar por encima de los Estados miembros” de la organización y ser un agente de Washington.
Su ejemplo de matonismo diplomático, típico del régimen venezolano, no ha amedrentado al secretario general, y esperamos que tampoco amedrente a los gobiernos democráticos del hemisferio, entre ellos el de Costa Rica. El mismo día de los exabruptos de la canciller Rodríguez, la Secretaría de Asuntos Jurídicos de la OEA emitió unas “Consideraciones para la invocación de la Carta Democrática de las Américas”, en la que aclara lo que ya se sabía, pero Venezuela pretende negar: el instrumento no solo puede ser invocado por los gobiernos que se sientan afectados o amenazados, sino también por el secretario general o por “cualquier Estado miembro” si existe una “alteración grave de la democracia” en cualquier país, a criterio del Consejo Permanente.
El martes 10, además, Almagro emitió una declaración en que reitera su deber de “velar por el cumplimiento de las normas interamericanas” acordadas por la totalidad de miembros de la OEA, rechaza que se llame “traidores” a quienes denuncien violaciones a la democracia y los derechos humanos y concluye con una poderosa frase, sin duda inspirada en los opositores venezolanos: “Todo aquel que quiera para su patria más derechos, más libertad, más democracia, y que para ello recurra a la ayuda de las instituciones americanas (…) debería ser considerado un patriota y un defensor de la democracia, más allá de a qué partido pertenezca”.
La OEA –es decir, sus Estados miembros– no solo debe prestar atención al llamado de los opositores venezolanos; debe convertir esa atención, tal como establece la propia Carta, en gestiones serias para impulsar la normalización institucional y democrática en Venezuela. No hacerlo ahora es mucho más que incumplir con un deber; es cerrar las oportunidades que aún existen para evitar la catástrofe. El proceso debe iniciarse ya, aunque Venezuela y sus aliados destapen aún peores recursos retóricos, presiones y amenazas.