Luego de su juramentación, el miércoles, la magistrada Ingrid Hess Herrera dio declaraciones sobre la idea, planteada hace mucho tiempo y debatida con frecuencia, de sustraer a la Sala IV del alero del Poder Judicial. Hacerlo tiene sentido, y muchos países con robustas jurisdicciones constitucionales siguen el modelo de la separación. No obstante, el cambio también plantea peligros.
Con la prudencia propia de quien ocupará su alto cargo, la nueva magistrada recomendó tratar la eventual separación con guantes de seda, porque implica una reforma constitucional y definir lo que se quiere de la Sala. “Podría ser un riesgo”, afirmó quien bien conoce la institución porque, antes de su designación en la magistratura, invirtió años en funciones de letrada.
El llamado a la prudencia encuentra asidero en frecuentes intentos de recortar las alas a la jurisdicción constitucional. Políticos disconformes con el control ejercido por los magistrados los acusan de integrar un senado constituido sin elección popular, o les endilgan intenciones de coadministrar e invadir funciones de entidades especializadas en diversos aspectos de la función pública.
Examinados por separado, muchos fallos de la Sala merecen crítica y algunos suscitan polémica. Es perfectamente legítimo discutir si los criterios de admisibilidad son muy amplios o demasiado restrictivos, o si la Sala debería ser más sensible a la urgencia de determinados asuntos y que sus resoluciones sean emitidas a tiempo para evitar daños económicos y de otra naturaleza. También hay espacio para cuestionar las resoluciones por el fondo, pero no cabe duda de que la carta magna y los derechos consagrados en ella cobraron vida con la entrada en vigor de la Ley de la Jurisdicción Constitucional a partir de 1989.
El recurso de inconstitucionalidad existía desde 1938, cuando fue incorporado al Código Procesal Civil, pero apenas fue utilizado en unas 130 ocasiones entre aquel año y 1989. Muy pocos, una veintena, fueron declarados con lugar en esas cinco décadas. El recurso de amparo, establecido por la Constitución de 1949 y dotado de desarrollo legislativo poco después, nació repleto de requisitos y se le encargó a los jueces penales. Hoy, como ha trascendido en más de una oportunidad, hasta los niños hacen valer sus derechos como recurrentes.
El debate sobre la separación de la Sala IV cobró ímpetu, como periódicamente lo hace, cuando los magistrados resolvieron consultas sobre la reforma fiscal del 2018 y la Ley Marco de Empleo Público después de los pronunciamientos de la Corte Plena sobre la afectación de la independencia y organización del Poder Judicial.
En ese momento, el presidente de la Corte y magistrado de la Sala Constitucional Fernando Cruz se encontró en una incómoda posición que lo obligó a excusarse de conocer las consultas planteadas a los magistrados que, por su parte, se abstuvieron de verter criterio en la Corte Plena. Estos dilemas reflejan una de las principales razones para justificar la separación. No en balde los diputados proponentes de un proyecto para ejecutar el cambio argumentan, entre otros motivos, la mejor resolución de los conflictos de constitucionalidad.
La Sala Constitucional, escribe el exprocurador Julio Jurado Fernández, es un tribunal constitucional inserto en la estructura del Poder Judicial, aunque es clara su preeminencia “en relación con los otros órdenes jurisdiccionales (civil, penal, contencioso-administrativo, etc.) y en relación con las otras Salas de la Corte Suprema de Justicia”. Este diseño, admite Jurado, corre el riesgo de crear distorsiones.
La pregunta fundamental y, quizás, la razón de fondo de la cautela de la nueva magistrada es si esas distorsiones tienen la magnitud necesaria para justificar una reforma que podría abrir oportunidades a iniciativas encaminadas a menoscabar la función de la Sala IV. Cuando menos, es necesario escoger con cuidado la oportunidad para plantear la discusión.