Los siete vigilantes del Centro Penitenciario La Reforma encargados de supervisar a 800 reos que tomaban el sol el lunes, solo atinaron a escapar y cerrar los portones cuando estalló una revuelta cuyo saldo fue de dos muertos y siete heridos. Las fallas en la seguridad, constatadas luego del hecho, son asombrosas. Asombroso, también, es que incidentes como este no ocurran más a menudo, vista la laxitud de las medidas existentes.
Luego de la gresca, la policía carcelaria revisó las celdas y decomisó 90 armas punzocortantes, ¢2,7 millones en efectivo, cuatro teléfonos celulares, marihuana y otros objetos prohibidos. Aparte de la desproporción entre reos y vigilantes, llama la atención el carácter extemporáneo de la revisión. La ejecución periódica de requisas es parte fundamental de la seguridad en una cárcel y los hechos del lunes demuestran, una vez más, la ligereza con que se acomete esa tarea en nuestros centros penitenciarios.
Si los vigilantes localizaron los objetos prohibidos después del motín, bien habrían podido hacerlo antes, no solo para proteger la integridad física del personal y los reos, sino también del resto de la sociedad, víctima frecuente de las estafas cometidas desde la cárcel mediante llamadas telefónicas.
Las lecciones de hace siete meses, cuando un intento de fuga del módulo de Máxima Seguridad quitó la vida a dos reclusos y un guardia, no fueron aprendidas. En aquel momento, las fallas de seguridad incluyeron corrupción interna, a cuyo amparo los reos consiguieron llaves para abrir las celdas. En este caso, la intervención del mismo factor no puede ser descartada, cuando menos como explicación para la existencia de tantos objetos peligrosos dentro del penal.
La investigación del incidente debe incluir el examen de los procedimientos de inspección a la entrada del centro penitenciario y también la periodicidad y eficacia de las requisas. Sin embargo, la mejora en estos aspectos, si se produce, resultará insuficiente. Nuestras cárceles no están preparadas para enfrentar los retos de una delincuencia organizada en torno al negocio del narcotráfico.
El tráfico de drogas sirve de elemento aglutinador para grupos organizados dentro de las cárceles cuyas rivalidades son el trasfondo de los hechos ocurridos el lunes. Eugenio Polanco, director de Adaptación Social, mostró su preocupación por la creciente tendencia de los reos a organizarse en pandillas capaces de controlar actividades delictivas dentro y fuera de las cárceles.
La selección y vigilancia del personal encargado de las prisiones debe ser más estricta, pero su número debe crecer. El Estado costarricense absorbió a 30.000 nuevos empleados en los últimos años y prácticamente nadie niega el carácter superfluo de muchas de esas plazas, creadas para prevenir el desempleo después de la crisis económica mundial del 2008. Es inexplicable, entonces, que en Adaptación Social la escasez sea tanta como para encomendar a siete guardias la vigilancia de 800 reos.
Pero también es necesario invertir en el desarrollo de infraestructura carcelaria. Luego del intento de fuga ocurrido el 11 de mayo del año pasado, el ministro de Justicia, Hernando París, pidió darle consideración a la posibilidad de construir una verdadera cárcel de máxima seguridad, alejada de las zonas urbanas, y recordó la disponibilidad de una finca idónea en la zona sur. El intento de ejecutar la obra mediante concesión de obra pública fracasó, pero si esa vía está cerrada, el país debe comprender la urgencia de actuar por otros medios, dada la apremiante situación de inseguridad y hacinamiento en nuestros mal equipados centros penitenciarios.
El sistema penitenciario está en crisis. Lo demuestran el motín del lunes, el intento de fuga de meses atrás, el posterior homicidio del líder de esa fuga y la detención, hace cuatro meses, de la directora de la cárcel de Pérez Zeledón por su supuesta participación en la venta de beneficios a los reos. Sucesos similares volverán a ocurrir, con lamentable frecuencia, mientras no se consigan los recursos necesarios para ponerles coto.