Editorial

Levantamiento del veto presidencial

Hay importantes razones para dudar de la existencia de un derecho a ‘levantar’ el veto, pero el futuro ministro de Trabajo no parece tomarlas en cuenta

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Víctor Morales, ministro de Trabajo designado, se declara partidario de levantar el veto interpuesto por la presidenta, Laura Chinchilla, a la reforma del Código Procesal Laboral. La mandataria pretendió, con acierto, evitar los excesos del proyecto, en particular la ampliación del derecho a la huelga y su extensión a los servicios esenciales del Estado.

Las declaraciones del futuro ministro preocupan en tres vertientes. En primer lugar, hacen temer una gestión ayuna de la ponderación exigida por los asuntos encargados a su despacho. Sin decir “agua va”, acoge la tesis del levantamiento del veto, cuando hay motivos para dudar de la existencia de esa posibilidad. El propio presidente electo guarda prudente reserva sobre el tema, en espera del dictamen de un grupo de abogados constituido para examinarlo.

El artículo 127 de la Constitución Política establece, con toda claridad, la ruta a seguir cuando la Presidencia ejerce la potestad de veto: el Congreso puede resellar el proyecto con dos tercios de los votos, en cuyo caso el Ejecutivo no puede negarle la sanción y se convierte en ley, o el expediente pasa al archivo y solo podrá ser considerado de nuevo en la siguiente legislatura.

Si se le concediera al presidente entrante la facultad de “levantar” el veto, se le otorgaría un poder extraordinario en el proceso de formación de las leyes, equivalente al de las dos terceras partes del Congreso; algo así como una facultad de resello ejecutivo no previsto por la Constitución Política.

Por otra parte, el veto solo tendría un efecto suspensivo, mientras un futuro mandatario decide “levantarlo”, y la remisión al archivo debería entenderse como el paso de la ley a reposo, en estado latente. Prueba de ello es la sugerencia de los defensores del “levantamiento” del veto de aplicarle el procedimiento, también, a una ley rechazada por el expresidente Óscar Arias, hace casi seis años.

Hay, pues, importantes razones para dudar de la existencia de un derecho a “levantar” el veto, pero el futuro ministro no parece tomarlas en cuenta y suscribe la tesis sindical de buenas a primeras, cuando el mandatario electo todavía espera el consejo de sus asesores jurídicos.

El segundo motivo de preocupación estriba, precisamente, en la contradicción entre el mandatario electo y su ministro designado. Uno espera el dictamen de sus abogados, el otro adelanta criterio. El presidente electo dice no haber tomado una decisión sobre el fondo del asunto y no lo hará sin contar con el criterio de su grupo de expertos. Es una decisión juiciosa. No tiene sentido asumir posición sobre temas tan polémicos sin saber, siquiera, si la decisión está en sus manos.

El ministro ya se pronunció sobre la conveniencia del proyecto de ley, en torno al cual gravitan, también, muchas dudas. El presidente electo, sin embargo, aclaró, casi de inmediato, que no ha podido conversar sobre el tema con el futuro miembro de su gabinete y definió la reforma procesal como parte del conjunto de decisiones a tomar cuando se aclaren las dudas sobre el levantamiento del veto.

En un país donde los empleados del sector público disfrutan onerosos privilegios, Morales se declara a favor de la extensión del derecho de huelga y su vigencia en el ámbito de los servicios esenciales del Estado. Ese es el tercer motivo de preocupación. Defiende la tesis argumentando que las huelgas en los servicios esenciales se producen de todas maneras y la reforma, si bien las legaliza, contiene garantías para la prestación mínima del servicio.

Si la argumentación del futuro ministro es sincera, es preciso concluir que, en su opinión, al impulsar la reforma, los sindicatos luchan por disminuir el efecto de las huelgas, o no se han dado cuenta de que el proyecto de ley entraña esa consecuencia. La argumentación es ingenua o presume la ingenuidad ajena.

La legalización de la huelga en los servicios públicos esenciales es una invitación a ejercerla con mayor frecuencia, y la garantía de prestación de servicios mínimos vale tanto como la tolerancia del pueblo, por ejemplo, a la mínima vigilancia policial durante 30 días, plazo fijado para que sea posible el arbitraje forzoso. A lo largo del proceso, el Gobierno se vería imposibilitado de contratar personal para sustituir a los huelguistas.

La legislación vigente armoniza con la Constitución Política, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el Protocolo a la Convención Americana en materia de derechos económicos, sociales y culturales, el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas y las directrices de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), cuyo informe del caso 1304 Costa Rica afirma: “… el Comité desea recordar que el derecho de huelga solo puede ser objeto de restricciones importantes o de prohibición con respecto a los funcionarios públicos que actúen como órganos del poder público… o con respecto a los trabajadores de los servicios esenciales en el sentido estricto del término (aquellos servicios cuya interrupción podría poner en peligro la vida, la seguridad o la salud de la persona en toda o parte de la población)”.

¿Cuál es la urgencia de conceder a los sindicatos del Estado nuevas armas para ampliar sus privilegios cuando el futuro ministro, de forma contradictoria, admite la necesidad de una ley de empleo público para poner coto a los abusos? El proyecto de ley contiene avances importantes, en particular los orientados a acelerar los juicios laborales. Merecen ser rescatados, pero no al costo de incrementar la conflictividad social en detrimento, incluso, del próximo Gobierno.

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