La huelga convocada contra el proyecto de fortalecimiento de las finanzas públicas está lejos de lograr sus objetivos. Se ha venido debilitando, pese al aumento en la intensidad de la zozobra. La afirmación parece contradictoria, pero el incremento de las disrupciones más bien demuestra la debilidad del movimiento y su falta de apoyo social.
La mayor parte del sector público funciona con normalidad. La afectación de los servicios se hace sentir en la Caja Costarricense de Seguro Social, la educación pública, la Refinadora Costarricense de Petróleo (Recope) y algunas entidades aisladas. En el transcurso de los días, la dirigencia no ha logrado ampliar el movimiento sumándole nuevos sectores. Aun en las instituciones citadas, no ha logrado una paralización total. Por eso decidió trascender el ejercicio legítimo del derecho a manifestación y huelga para adoptar las vías de hecho.
Recope es un ejemplo inmejorable. Desde el inicio, fue una de las entidades más afectadas por la huelga, pero hubo suficientes funcionarios dispuestos a mantenerse en sus puestos y hasta a trabajar más horas de lo usual. Por eso el suministro de combustible no sufrió afectación. Frustrados, los sindicalistas llamaron a impedir la circulación de los camiones cisterna y, entonces, sí lograron incidir sobre el abastecimiento. Recope tiene combustible y medios para llenar las cisternas, pero si estas últimas no pueden transitar, las gasolineras no pueden ser abastecidas.
El derecho a huelga no comprende la facultad de cerrar vías públicas. Ese es un acto de violencia y no un legítimo ejercicio de derechos laborales. Por eso el legislador lo tipificó como delito. Pero sin violencia no habría afectación del abastecimiento de combustibles porque la huelga en Recope carece, en sí misma, de fuerza suficiente para lograrlo.
El caso de Recope ayuda a explicar, también, las acciones más generalizadas en calles y carreteras de todo el país. Si no hubiera cierre de vías, conoceríamos la verdadera dimensión de la huelga. Los sindicalistas no han demostrado fuerza, pero sí capacidad para afectar la vida pacífica de sus conciudadanos. Sobre ellos ejercen la violencia y a ellos victimizan con acciones delictivas, como el cierre de carreteras.
Precisamente por eso la distancia entre la ciudadanía y los huelguistas crece. El costarricense se sabe agredido y reacciona con indignación y repudio, lo cual incrementa la frustración de los sindicatos y conduce a nuevos gestos de desesperación. La radicalización aumenta al paso del aislamiento, pero no hace falta una muchedumbre para cerrar una carretera. Nuestra pobre infraestructura es involuntaria cómplice de la disrupción. No es necesario contar con más de cien personas para aislar a Limón, Guanacaste y la zona sur. Grupos de 25 personas en las rutas 27 y 32, la autopista General Cañas y la Florencio del Castillo pueden dejar a la capital prácticamente incomunicada.
Paradójicamente, en la debilidad de la huelga reside su mayor peligro. Si la situación persiste, debemos prepararnos para un aumento de las medidas de fuerza, en número e intensidad e, incluso, nuevos actos de sabotaje, como los perpetrados contra el oleoducto con grave riesgo para la vida humana y la ecología.
El gobierno ha sido prudente. En exceso, según sus críticos. Sin embargo, no puede tolerar las medidas de fuerza adoptadas contra la ciudadanía para lograr resultados que la huelga no produjo.
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Una de las más imperiosas obligaciones del Estado es la preservación del orden y la protección de los derechos individuales. El Poder Ejecutivo se encuentra entre el clamor de los ciudadanos por una intervención eficaz contra las medidas de fuerza y las crecientes provocaciones de los sindicalistas radicalizados. Es una situación peligrosa, creada con terrible irresponsabilidad por quienes llamaron a la huelga sin tener la fuerza necesaria para sostenerla en ausencia de la violencia.