El 68% de los profesores de la Universidad de Costa Rica son interinos. Solo el 32% goza de nombramientos en propiedad. La casa de estudios es tan generosa con los empleados de planta –profesores y personal administrativo– que no le alcanza su enorme presupuesto para dar solidez a la relación laboral con la amplia mayoría de los profesores.
Los interinos también gozan de los costosos beneficios de la convención colectiva, pero no del pago de doce salarios al año y otros extremos. En consecuencia, nuestro título del martes pudo ser más preciso si, en lugar de informar sobre las peticiones de aumento planteadas por “docentes excluidos de privilegios”, hubiéramos dicho que los interinos exigen los mismos privilegios de los profesores nombrados en propiedad.
Los interinos son nombrados para los ocho meses del curso lectivo. No se les pagan las largas vacaciones disfrutadas por el personal permanente. En consecuencia, las ruinosas anualidades y extremos laborales como el aguinaldo se les pagan con una base de cálculo menor: el salario de ocho meses. Ahora, esos profesores exigen el pago de doce meses al año, además de la aplicación del régimen académico que permite aumentar el salario base según la experiencia, publicaciones y nuevos estudios.
En principio, la idea de equiparar al número mayoritario de profesores interinos con la minoría de propietarios parece justa. Pero la Universidad ha sido tan generosa con los beneficios concedidos a sus trabajadores –no solo a los profesores– que satisfacer las exigencias de los interinos sería incosteable. En vez de desarrollar un régimen de empleo sensato y sostenible, la casa de estudios repartió privilegios sin par en el sector privado y en la mayor parte del sector público.
La institución gasta el 80% de su presupuesto en salarios. Este año, el plan de gastos alcanzó los ¢332.542 millones y solo los beneficios contemplados en la convención colectiva exigieron ¢42.000 millones. La propia Universidad reconoce la imposibilidad de costear las ventajas vigentes. Por eso tiene abierta una negociación para reducir algunas de ellas, como las anualidades.
En este momento, complacer las peticiones de los interinos implica extender a la totalidad de los profesores un cúmulo de beneficios que la Universidad encuentra difíciles de costear para el 32% de los docentes. El financiamiento estatal de la educación superior también se encuentra en el límite y la situación fiscal del país no está para aumentar el gasto.
Nada de eso impide reconocer la injusticia de mantener al 68% del profesorado en condiciones de interinato, en algunos casos por décadas, como el caso de una profesora con 32 años de trabajo a tiempo completo sin haber logrado una plaza en propiedad. Hace diez años, cuando cumplió el requisito de tener una licenciatura para ser nombrada, la Universidad suspendió el otorgamiento de plazas en propiedad. Posteriormente, elevó el requisito de licenciatura a maestría y, a fin de cuentas, a la profesora la plaza se le ha hecho inalcanzable.
Los privilegios laborales concedidos a minorías dentro del aparato estatal costarricense terminan por deprimir las condiciones laborales de otros empleados públicos o, cuando menos, crean odiosas diferencias. Ese es el caso de la ley de enganche médico a cuyo tenor los profesionales de la salud deben recibir ajustes salariales porcentualmente idénticos a los concedidos a los empleados del Gobierno Central. Por eso es difícil elevar el salario de los trabajadores peor pagados del Estado sin temor a afectar las finanzas de la Caja Costarricense de Seguro Social. La reforma del empleo público es una necesidad sentida pese a la resistencia de las burocracias beneficiadas.