El sector de la construcción es pieza clave en el desarrollo del país. Da empleo directo o indirecto a más de 250.000 trabajadores, promueve una tercera parte del crédito doméstico y moviliza cerca de un 10 % del valor bruto de la producción. Después del comercio, es la actividad con más encadenamientos productivos.
Sin embargo, viene en picada. Mientras en el 2015 aportaba el 5,4 % del valor agregado de la producción, en el 2022 alcanzó un 3,7 %. Comparado con el promedio mundial del 13 %, es clara la razón de la escasa formación bruta de capital del país, condición sine qua non para el crecimiento económico.
El Banco Central prevé una recuperación y calcula crecimientos del 7 % este año y un 3,1 % en el 2024, pero se debe ser cautelosos con estas cifras. El crecimiento proviene de la efervescencia constructiva en la península de Nicoya, especialmente en el cantón de Santa Cruz, en las áreas habitacional y urbanística, financiadas, principalmente, con inversión externa.
La construcción de varios hoteles de alta gama, planeados antes de la pandemia, es piedra angular de esa actividad. Varios de ellos incluyen, además, el desarrollo de residenciales —o mansiones, si se quiere ser más específicos— para propietarios y vacacionistas de elevada capacidad económica. El auge ocasiona externalidades impulsoras de más construcciones, como viviendas, comercios, servicios y espacios recreativos.
Provincias como San José y Alajuela, de mayor participación en el mercado de nuevas construcciones, presentan un patrón menos alentador, incluso una tendencia decreciente en los últimos meses. Si bien el alza de las tasas de interés del año pasado, acompañada de la reducción en los ingresos familiares y el consumo, causó un descenso en el crédito para la construcción, el problema es más bien estructural. El desarrollo requiere la sinergia entre la actividad privada y la pública; sin embargo, la falta de infraestructura impide la ejecución de nuevos proyectos. En el 2022, la construcción pública, a duras penas, llegó a una tercera parte de lo ejecutado en el 2011, no precisamente el mejor año para el campo de la edificación.
A principios de la década anterior, había consenso respecto al papel de la figura de concesión y las alianzas público-privadas como única salida para construir obra pública. Las sucesivas administraciones prefirieron ignorarlo, quizás debido al trauma causado por el conflicto con el Foro de Occidente, en el 2013. Mientras a Chile le tomó cerca de 15 años culminar la curva de aprendizaje, Costa Rica ha desperdiciado casi 22 años y aún no la supera.
Como el Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT) carece de una oficina especializada en planificación y desarrollo de proyectos, cada nueva construcción se convierte en un experimento cargado de errores, improvisaciones y pifias. La reforma de la Ley de Expropiaciones en el 2014 fracasó al incorporar elementos violatorios de los derechos individuales, a juicio de la Sala Constitucional. La salvaguarda de los derechos privados conlleva trámites burocráticos insoslayables, aparte de la inoperancia propia del aparato estatal. Sin adecuada planificación y calendarización de procesos, no hay forma de lograr eficiencia.
El peor obstáculo para la inversión pública es la volatilidad de las decisiones gubernamentales. Mientras se tarda años en licitar una obra, en un abrir y cerrar de ojos cualquier funcionario puede cancelarla mediante un simple finiquito. Cada administración cuestiona los proyectos de las anteriores, frecuentemente con poco fundamento, basada en simples opiniones, sospechas o presunciones, sin estudios técnicos serios y casi siempre sin plan B.
En nuestra edición del 30 de julio hicimos un recuento de 15 obras paralizadas por interminables cambios y revisiones, sin considerar el tiempo invertido y los costosos estudios anteriores. Es costumbre encargar nuevos estudios y, por eso, cunde el desperdicio de recursos. Las fallas del gobierno en materia de expropiaciones, provisión de servicios indispensables o demora en desembolsos duplican y hasta triplican los costos de cada obra, propiciados por indemnizaciones y sobreprecios.
Para el burócrata, no existe costo de oportunidad. El tiempo, las incomodidades y los gastos innecesarios de los usuarios son irrelevantes. Da igual tener una obra hoy, el próximo año o dentro de diez años. El país pierde millones de dólares por no ampliar la ruta 27, la cadena de revocaciones de contratos de la ruta 1, la no ampliación de la Florencio del Castillo o el congelamiento y abandono del tramo Barranca-Limonal. Nunca hay responsables ni sanciones. Vivimos en un país en aprendizajes eternos sin obtener nunca el título de graduados.