Es mucho más fácil para un joven encontrar una “barra libre” donde sumirse en el consumo de drogas que hallar un programa de rehabilitación para escapar de la adicción. A menudo, los padres se dan cuenta demasiado tarde, y cuando procuran un remedio tienen por delante un calvario, en especial si carecen de recursos económicos.
La oferta de oportunidades para consumir drogas a temprana edad se promociona en las redes sociales y toca a las puertas de escuelas y colegios. Es un servicio a domicilio, discreto y eficiente. El 42% de los colegiales consultados por el Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodependencia (IAFA) dijo tener fácil acceso a las drogas en su comunidad y el 32,5% se expresó de la misma manera sobre la posibilidad de consumirlas en el centro educativo.
En contraste, solo existen siete programas de rehabilitación de menores, con internamiento, aparte de la iniciativa Nuevos Horizontes, del Hospital Nacional Psiquiátrico, donde apenas disponen de doce camas. Los centros de rehabilitación privados son costosos. Nuestro reportaje de ayer sobre el tema da cuenta de uno donde la mensualidad es de $6.000, una suma inalcanzable para la inmensa mayoría de la población.
Hay tres centros de atención no residenciales, pero los programas de todo tipo, aparte de la limitación de recursos, tienen el inconveniente de estar concentrados en el área metropolitana. La escasez de recursos económicos y la distancia se suman así para magnificar el problema en otras regiones del país.
El IAFA contabiliza 202 camas disponibles en todos los programas públicos dedicados a atender a los menores adictos. Faltan, cuando menos, 43 camas más. El costo de atender a un joven en esos programas es de ¢1 millón mensual y el internamiento promedio es de tres meses. Luego, el tratamiento se complementa con medidas ambulatorias durante un año o más. Los costos son enormes.
El conmovedor testimonio de una madre, recogido en el citado reportaje, sintetiza las dos caras del problema. Por un lado, su hijo tuvo fácil acceso a las barras libres, y cuando fue a buscarlo a una de ellas se encontró con una finca donde había varias cabañas bien surtidas de drogas. “Las mesas estaban llenas de pipas, pastillas y polvos”, relató. Por otra parte, cuando procuró ayuda, le costó dos meses de insistentes llamadas encontrar un cupo para el tratamiento.
Según los estudiosos, el consumo de alcohol y drogas antes de los 15 años eleva el riesgo de adicción al 45%, dada la inmadurez del cerebro adolescente. A tan temprana edad, esas sustancias debilitan las funciones cerebrales aplicadas a la toma de decisiones y a las emociones, con lo cual se profundizan los riesgos.
La primera y más importante medida de prevención frente al consumo de drogas es el hogar, pero no es infalible. La tesonera lucha de la mujer citada en el reportaje lo demuestra. Detectó el problema de su hijo, lo siguió hasta la barra libre y consiguió el cupo para darle tratamiento, pero el sigilo con que la adicción atrapa a los adolescentes no le permitió impedir el surgimiento del problema.
Ninguna familia es inmune a la amenaza de las drogas. El núcleo familiar es esencial en la prevención, detección y tratamiento, pero sus esfuerzos deben verse complementados por la comunidad y las instituciones públicas, en especial los centros educativos. En todos esos frentes, la tarea es doble. Además de la prevención y detección de la adicción, es preciso redoblar esfuerzos para impedir el tráfico, del cual a menudo participan compañeros de clase reclutados por distribuidores mayores.
La incursión del narcotráfico en los centros educativos y comunidades, la adicción temprana y su tratamiento no son asuntos suficientemente discutidos en nuestro país. Es urgente ponerlos en un lugar prioritario de la agenda nacional.