Durante los últimos días, el régimen de Nicolás Maduro ha mostrado uno de sus rostros más burdos y siniestros, al ordenar la expulsión sumaria de más de un millar de colombianos residentes en la ciudad fronteriza de San Antonio del Táchira, arrasar con sus viviendas, forzar la salida de centenares más, cerrar el puente internacional Simón Bolívar (que la comunica con Cúcuta), declarar el “estado de emergencia” en la zona, exacerbar peligrosos argumentos xenofóbicos y desatar una andanada de cargos infundados, insultos y amenazas contra Colombia, sus más altos funcionarios y sus ciudadanos en general. Se trata de uno de los más sombríos y reveladores episodios en el progresivo avance de la dictadura en Venezuela.
La “razón” declarada de esta irresponsable y masiva agresión contra los derechos humanos es la presunta culpabilidad de paramilitares colombianos en la muerte de tres soldados venezolanos. No hay ninguna prueba de que esto sea cierto; más aún, el nivel de violencia interna que vive Venezuela es tan grande, que los asesinos podrían ser locales. Pero aunque existiera la culpabilidad de los paramilitares extranjeros, las medidas decretadas exceden cualquier grado de proporcionalidad razonable y se inscriben en una doble dimensión: de vendetta y provocación.
En el más clásico estilo mafioso, Maduro ha decidido castigar a miles de inocentes por lo que unos connacionales que no los representan quizá hicieron. De este modo, además, ha decidido convertir un lamentable hecho puntual en una peligrosa crisis bilateral, que puede tener derivaciones muy serias. Su propósito, claramente, es achacar a otros culpas propias, desviar la atención de sus ciudadanos y tratar de mantener su control interno, cuando la economía del país se encuentra al borde del colapso, su autoridad personal está severamente deslegitimada, el descontento de la población crece y el apoyo a su régimen y partido ha caído a los niveles más bajos desde el surgimiento del chavismo.
Como acompañamiento a sus arbitrarias acciones, que ha amenazado con extender, Maduro se ha dedicado, además, a culpar a sus vecinos de males como el contrabando masivo y la especulación con la moneda nacional, el bolívar. Seguramente muchos colombianos, lo mismo que venezolanos, participan activamente en el intercambio ilegal de productos a lo largo y ancho de la frontera, así como en las actividades cambiarias fuera del ámbito oficial. Pero todo esto ocurre no por una conspiración, sino, simple y llanamente, porque las descalabradas políticas económicas del régimen propician la irregularidad como forma de supervivencia.
El guion básico de este caso –lo mismo que el de otras crisis deliberadamente exacerbadas por Maduro con España, Estados Unidos y Guyana–, es de sobra conocido para los costarricenses. Lo utilizó Daniel Ortega en octubre del 2010 cuando, sin fundamento alguno, decidió invadir una porción de nuestro territorio y crear así un conflicto que neutralizó a su oposición interna, le permitió enarbolar un discurso nacionalista y, en el ínterin, forzar un cambio constitucional para permitir la reelección indefinida.
En nuestro caso, conseguimos el apoyo de los mecanismos del Sistema Interamericano, aunque Nicaragua desconoció sus acuerdos. En el de Venezuela, sin embargo, se ha producido una situación vergonzosa y alarmante en el seno de la OEA: debido a la oposición de unos pocos países y la abstención de la mayoría, Colombia no logró que el Consejo Permanente convocara una reunión de consulta de cancilleres para analizar lo que, además de una crisis política, es una tragedia humanitaria. Costa Rica, dignamente, estuvo entre los que votaron a favor de la reunión, lo mismo que países como Chile, Estados Unidos, México y Uruguay.
El mensaje que la hipócrita complacencia de tantas cancillerías ha enviado a todo el continente es de absoluta debilidad y alarmante desdén por los derechos humanos, algo indigno del Sistema Interamericano y, en particular, de las víctimas. Además, ha puesto de manifiesto nuevamente la complicidad de muchos países democráticos del hemisferio con los desmanes del régimen venezolano, pésimo augurio de cara a las críticas elecciones parlamentarias de diciembre próximo. Esta actitud es parte consustancial de la crisis provocada, y será un estímulo para otras más.