La nueva Asamblea Nacional venezolana inicia hoy sus sesiones bajo la presidencia del opositor Henry Ramos Allup y con la pesada carga del legado antidemocrático de la mayoría chavista, entronizada hasta ayer bajo la dirección de Diosdado Cabello.
En menos de un mes, transcurrido desde las elecciones que dieron a la oposición una holgada mayoría en el Parlamento, los diputados chavistas instalaron un congreso paralelo, el Parlamento Comunal Nacional, para disputar la influencia de la nueva Asamblea Nacional “al servicio de la burguesía”, según Cabello, aunque elegida por voluntad popular. En cambio, la espuria legislatura chavista, inexistente en la Constitución, fue nombrada a dedo, a imagen y semejanza de sus creadores.
Los planes para socavar las atribuciones de la Asamblea Nacional no habrían estado completos sin el apresurado nombramiento de 13 magistrados propietarios y 21 suplentes del Tribunal Supremo de Justicia, encargado del control de constitucionalidad, mejor dicho, de darle la razón al chavismo para revestir de “legitimidad” todos sus caprichos. En el futuro tendrá, también, la responsabilidad de anular la legislación aprobada por el nuevo Parlamento.
A falta de la mayoría calificada, el Congreso presidido por Cabello votó los nombramientos en cuatro sesiones pues, de conformidad con la Constitución, la cuarta votación se gana por mayoría simple. La designación está plagada de irregularidades en cuanto a plazos y otros requisitos, pero el directorio chavista la dio por buena.
La oposición impugnará los nombramientos. Queda así planteado el segundo conflicto de poderes legado por Cabello, y es difícil vislumbrar el resultado. Si la oposición no consigue reestructurar el tribunal y anular el pretendido poder del Parlamento Comunal, poco habrá ganado en las elecciones, salvo la convincente demostración de falta de apoyo popular para el chavismo.
El principal conflicto lo plantea la permanencia de Nicolás Maduro al frente de un Poder Ejecutivo con control absoluto sobre el resto del Estado, cuyo aparato creció de forma desmedida desde el ascenso al poder de Hugo Chávez en 1999. Ninguna de las instituciones reconocidas como indispensables para la convivencia democrática es independiente en el leviatán sudamericano. Ni la Contraloría, ni los procuradores, ni los fiscales, ni las empresas públicas, incluida la gigantesca petrolera estatal.
Tampoco es independiente la defensora del pueblo, porque el Congreso saliente nombró en ese cargo a Susana Barreiros, responsable de la fraudulenta condena al líder opositor Leopoldo López, en el marco de un sainete judicial denunciado por el propio fiscal acusador, ahora exiliado por temor a represalias.
Entre los órganos sometidos al chavismo está, desde luego, el Consejo Nacional Electoral, presidido por la militante Tibisay Lucena y siempre sospechoso de manipulación y fraude, más allá de la legislación electoral sesgada para favorecer el régimen. Las recientes elecciones no fueron justas, pero aun así se hizo inevitable reconocer el triunfo de la oposición.
Ahora, el legado de Diosdado Cabello incluye la impugnación de nueve diputados opositores. Si solo una acción prosperara en el remedo de legalidad vigente en Venezuela, la oposición perdería la mayoría absoluta calificada de dos tercios conquistada en las elecciones del 6 de diciembre.
La Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia admitió el recurso contencioso electoral y concedió la medida cautelar pedida por el oficialismo, lo cual deja en suspenso las elecciones en el estado de Amazonas y pone en peligro el nombramiento de tres diputados opositores. La obsecuente instancia judicial adoptó las decisiones pese a la recusación planteada por los opositores contra cinco de sus integrantes. Los legisladores se presentarán hoy, con el resto de su bancada, para ser juramentados en abierto conflicto con la “legalidad” chavista.
No sería justo decir que al chavismo se le ha caído la careta en menos de un mes. Su autoritarismo es evidente desde hace años, pero si algún antifaz le quedaba, se terminó de desplomar. La mejor prueba es el silencio de sus cómplices en países como el nuestro, donde hay fiel comprensión de la práctica democrática y libertad para defenderla.