La victoria de la oposición venezolana es grande, pero no sabemos cuánto. Las elecciones no fueron un proceso limpio, pero ignoramos hasta qué punto. La nueva Asamblea Nacional tiene derecho a ejercer sus potestades por la vía del voto, pero desconocemos en qué medida se respetará su voluntad.
La derrota del oficialismo es enorme, mas no sabemos su justa medida. Solo es posible afirmar que la oposición tiene, cuando menos, el caudal de sufragios admitido por el Consejo Nacional Electoral y los escaños legislativos oficialmente anunciados. La marejada de apoyo recibida por los opositores fue demasiado grande y el régimen, debilitado por su debacle económica y política, no puede excederse en la distorsión del resultado.
El triunfo de la Mesa de Unidad Democrática (MUD) se produjo en el marco usual de las elecciones chavistas. No es preciso cuestionar el conteo de votos para descartar la pulcritud de los comicios. Basta con examinar hechos públicos, inadmisibles en una verdadera democracia.
La poderosa batería de medios de comunicación controlados por el Estado apenas dio cabida a los mensajes de la oposición, obligada a hacer contacto con los electores mediante las redes sociales y un canal de Youtube creado con ese propósito. El Ejecutivo hizo uso de los recursos del clientelismo y la violenta retórica que lo caracteriza. Los distritos electorales, replanteados por el oficialismo para dispersar el peso del voto opositor, disolviéndolo en los enclaves de su fuerza electoral, son determinantes para la adjudicación de escaños legislativos.
Como si esas ventajas fueran pocas, varios de los más importantes dirigentes opositores no pudieron hacer campaña, porque están en el exilio o encarcelados merced a la represión y a decisiones judiciales amañadas, como la sentencia de Leopoldo López. Pocas veces se ha visto a un fiscal renegar de sus actuaciones en juicio y tomar el camino del exilio para obedecer a la conciencia rebelada frente a la injusta condena de un inocente.
Muchas son las quejas contra diversas etapas del proceso, en manos de la inefable Tibisay Lucena, consecuente partidaria del oficialismo y, al mismo tiempo, presidenta de un órgano cuya neutralidad no debe admitir duda. En sus manos estuvieron también otros comicios cuestionados. ¿Hay razones para pensar en un cambio de conducta cuando, como en otras ocasiones, los resultados tardaron tanto en ser leídos, las urnas se mantuvieron abiertas una hora más, pese a las protestas de la oposición, y los observadores internacionales fueron blancos de hostigamiento?
Nicolás Maduro sigue a la cabeza de un Poder Ejecutivo con decisiva influencia sobre las demás instituciones del Estado, incluido el obsecuente sistema judicial, capaz de montar el sainete de López o declarar inaplicables las decisiones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos si ellos mismos las interpretan como contrarias a la Constitución llamada “bolivariana”.
Mucho dirán esos tribunales, en especial el de control de constitucionalidad, en los próximos meses cuando la Asamblea Nacional con mayoría opositora comience a legislar en materias sensibles para el régimen. La lucha de la oposición por restablecer la democracia apenas comienza.
Con la Constitución en la mano, Maduro aprovechó la admisión de la derrota para declararla un triunfo de la institucionalidad “bolivariana”, pero tuvo cuidado de calificarlo como “circunstancial” y atribuirlo a las condiciones económicas, producto de una “guerra” desatada por el capitalismo contra su gobierno, no de sus políticas ruinosas. Quien lo haya escuchado, creería que otros han gobernado a Venezuela, con poderes casi absolutos, durante los últimos dieciséis años.
Con todo, la victoria de la MUD es un indiscutible paso adelante. Apenas anuncia los esfuerzos por venir y permite adivinar el grado de desencanto de los venezolanos con el régimen vigente. La valiente lucha de la oposición debe ser reconocida por la comunidad internacional y los organismos dedicados a la promoción de la democracia y los derechos humanos.