Salvador iba de regreso a su casa. Soñoliento y cansado, caminaba por aquella calle empedrada, a la una de la mañana, con el cielo iluminado por la Luna y las estrellas: Marte, Venus, Orión, Cirio... estaban refulgentes. La paz del firmamento inundaba su alma y lo hacía meditar en tantas cosas de la vida. Soplaba una brisa suave y fresca. Mudo y solitario, le sorprendió una voz salida de la sombra de un higuerón corpulento y frondoso. Espejos de plata dibujaba la Luna cuando la brisa movía el ramaje.
–Regalame un cigarro–. Salvador se detuvo y miró hacia la sombra de aquel árbol añoso. Más se lo pidió porque a Omar le parecía extraño que pasara un conocido a esas horas y no hablarle. En la madrugada se refugió en esta sombra silenciosa para fumar “mariguana”. Le sabía mejor la chupada rodeado de aquella soledad nocturna. Como Salvador, también era hijo de la soledad de estos llanos, hoy rota en mil pedazos por los motores de las fábricas. Antes se aspiraba el perfume de la flor del zorrillo apenas comenzada la noche y el de las enredaderas tendidas sobre los árboles del río. Muchos han cortado, y el río es ahora una acequia maloliente y de caudal escaso. Ni zorros, ni ardillas, ni mapaches se encuentran a su vera; de vez en cuando un carpintero y un bobo pasan de un zotacaballo a un areno o de un guapinol a un guácimo.
Ni consejos ni buen ejemplo. A Omar no le importaba tanto el entorno como a Salvador; distintos intereses lo llevaban por otros rumbos. En el esplendor de su juventud –veinte o veintidós años– parecía haberse trazado ya su futuro: guaro y marihuana. Y esas drogas fueron acentuando en su conducta espigas neuróticas de altanería y violencia, de rebeldía e intolerancia, estimuladas por la adicción de su padre al licor, quien no le daba consejos ni buen ejemplo, tan solo el de la constancia en el trabajo, igual a muchos padres, sobre todo campesinos, para los cuales el diálogo, tan humanizador, se establece más con la tierra, los cultivos, las herramientas de trabajo, los trillos y el monte, y rara vez con la esposa y los hijos.
Omar crecía en corpulencia y fuerza, en matonismo y vicios. Sintió entonces la necesidad de portar un arma; compró un revólver 38. El tiempo fue pasando y acrecentando en él prepotencia y descamino, y poco a poco se fue cauterizando su conciencia. Con uno o dos años más, pretendía a Fulvia como esposa, pero, como su padre no lo quería de yerno, enfurecido y poseído por las drogas, le descargó un balazo en una pierna. Su hermano Juan presenció el altercado y la brutal agresión. Cuando se celebró el juicio, el juez lo citó como testigo y declaró la verdad de los hechos. Así, omnubilada su mente por esa “traición”, Omar juró venganza: “¡Ahora va a saber este carajo quién soy yo!”, sentenció contra su hermano y se fue a buscarlo. Primero limpió el arma, la cargó y después llenó de gasolina un recipiente plástico. Se cercioró de llevar la cajetilla de fósforos en el bolsillo. Salió decidido a impartir “justicia”.
Gritos de horror. Y, cuando Juan lo vio venir, huyó por los potreros y se refugió detrás de unas piedras renegridas, tanto como los oscuros y pesados años en una cárcel. Con gritos estentóreos lo llamaba. Salió María, su esposa, con quien mantuvo un altercado de gruesas palabras y la llenó de improperios, extensivos a su esposo. Como su hermano no estaba, creció su furia y, ciego por la venganza le disparó a quemarropa. Ella cayó al suelo moribunda. Llamaba a Juan con débil voz. Aún con vida, la roció de gasolina y la quemó. Los cuatro niños daban gritos horrorizados. Cuando oyó los disparos, Juan temió lo peor. Ella, en medio de un pozo de sangre, prendida en llamas y en carne viva, terminó de morir. Fue sentenciado a 25 años de prisión. Ahora está libre y vive con sus padres. ¿Qué sentirán ellos?
Juan no se casó más; vive en la misma casa con uno de los hijos. Todas las tardes se sienta mudo y cabizbajo en el corredor y vuelve a escuchar los disparos asesinos y no puede borrar de su mente aquella escena aterradora. Él y Omar ¿volverán a verse en casa de sus padres, viejos y enfermos? Eulalia, la hermana de ese homicida, me dice que día a día reza por todos, especialmente por el alma de su cuñada, y pide a Dios que los jóvenes no caigan en el abismo de los vicios, como en el brutal caso de su hermano.