Ayer, al levantarse el sol, los campesinos Roberto Girón y Pedro Castillo fueron fusilados, atados a un poste, por mandato de los tribunales de justicia, en la granja penal Canadá en la ciudad de Escuintla, a 60 kms. de la ciudad de Guatemala.
En este proceso ha de distinguirse entre la magnitud y perversidad del crimen cometido --violación y asesinato de la niña de cuatro años Marisol Alvarez, en abril de 1993-- y algunas circunstancias del ajusticiamiento. En cuanto al delito, la condena es universal. Se trata de una de las acciones más horrendas de un ser humano. Sin embargo, ciertos aspectos de la ejecución y de sus antecedentes no pueden pasar inadvertidos.
No vamos a repetir los argumentos formulados en un editorial anterior sobre nuestra oposición a la pena de muerte. La inviolabilidad de la vida humana debe constituir, de hecho y de derecho, uno de los pilares de la civilización. Nos referimos, en esta oportunidad, al ritual de la ejecución, convertida en un espectáculo y, como tal, en un acto de degradación de los ajusticiados.
El fusilamiento se cumplió, según el minucioso relato que publicamos en esta edición, frente a 150 periodistas, fotógrafos y camarógrafos. Estos y, por su medio, el pueblo de Guatemala y los habitantes de nuestro "villorrio planetario" presenciaron cómo 20 guardias descargaron sus fusiles --solo dos armas con municiones reales, ¡oh refinamiento dramático!-- y cómo el jefe del pelotón dio el tiro de gracia a cada uno de los condenados, aún con vida, según verificación científica del médico forense. El juez primero de ejecución, Gustavo Gaitán, cerró el acto: "Con esta ejecución --dijo-- se consolida el sistema de justicia. Es un ejemplo de que la justicia sí funciona". Traduzcamos: un fusilamiento no consolida el sistema de justicia, pero, prueba, más allá de toda duda, que las armas sí funcionan.
Un espectáculo de esta índole no reduce la delincuencia, objetivo del creador de los fueros especiales en Guatemala, el general --dictador Efraín Ríos Montt-- ni consolida el sistema de justicia ni acicala la imagen del Gobierno de Guatemala ante el mundo. Lo que sí demuestra, en directo y en todo color, es el desprecio por la vida humana, una de las constantes, por cierto, de la historia militar de Guatemala durante muchas décadas, cuyas violaciones de los derechos humanos quedaron siempre guarecidas en la más amplia y alegre impunidad.
De nuevo, el juez Gaitán viene en nuestro auxilio para describir este espectáculo. El día anterior, cuando prohibió el uso de cámaras de televisión en el fusilamiento, declaró: "Ni la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ni otras instancias podrán interponerse porque no están contempladas en nuestra legislación... Ni misiones internacionales ni nada podrá intervenir en el fusilamiento", en alusión a la Misión de Naciones Unidas para Guatemala. ¿Así habla un juez? ¿Fue esta ejecución el desenlace de un proceso justo, con apego a los principios humanos y penales más sagrados, o la consumación espectacular de un desafío? ¿El rechazo de toda intervención nacional o internacional es un acto de dignidad y soberanía, o la arrogancia y la violencia entronizadas en el templo de la justicia? El espectáculo ha terminado, pero no habrá aplausos para Guatemala.