El concepto de paternidad en la cultura que nos rodea está en crisis. Así se percibe, entre otros muchos datos, en el editorial de La Nación "El gran cambio" (2/4/01), que da mucho que pensar. También En vela (2/7/01) cita el caso de dos niños, uno nacido en Los Ángeles y el otro en Francia, que por la fecundación in vitro poseen el mismo patrimonio genético. Una es la madre gestora, otra es la madre biológica y el tío es el padre biológico, que proporcionó el semen para ambos niños. Pero ¿dónde quedarán la paternidad y la maternidad? A todos los responsables de los países en lo económico, religioso, educativo y familiar corresponde vislumbrar la importancia de defender la paternidad en la estructura de la familia.
La paternidad, ligada al origen de la vida, es hoy un concepto cada vez más difícil de asimilar pues no está respaldado, en muchos casos, por una buena praxis moral y tecnológica. Se oye hablar en algunos foros de "adultocentrismo" como rechazo a la tradicional paternidad y se sugieren planes de educación al margen del cuidado de los padres de familia, como si fueran estorbo para el buen desarrollo de los hijos. Todo esto hace imperioso un esfuerzo para comprender y captar el valor fundamental y prioritario de la auténtica paternidad en la vida de los pueblos.
Fuente verdadera. Podríamos preguntar por qué ponemos paternidad en femenino, cuando para muchos, con un esquema anacrónico de lucha de clases, se opone a maternidad. A quienes lo ven así les convendría considerar que la fuente original de toda paternidad está más allá de la biología y del sexo. El verdadero origen y fuente de toda paternidad hay que buscarlo en Dios, en quien anida tanto lo que llamamos paternidad como maternidad. Una y otra proceden del mismo tronco común: Dios, el autor de toda la creación, del hombre y la mujer. Por tanto, para capturar a plenitud el concepto de paternidad y devolverle su grandeza hay que abrirse a Dios y buscar en Él su original contenido y su inmensa bondad. Eso es lo que intenta hacernos comprender a todos los hombres, católicos o no, Juan Pablo II con sus enseñanzas sobre la familia. Solo así se comprenderá que la paternidad y la maternidad humanas no son otra cosa que la participación en esa paternidad única y primordial de Dios. La manipulación tecnológica corrompe esa participación.
Y en la paternidad de Dios hay donación, relación, comunión, amor. La plena donación de la naturaleza del Padre al Hijo, sin la más mínima merma, los hace consustanciales y gozan de la misma dignidad divina. Eso en la creación de las personas humanas equivaldría a decir que lo propio de un padre y de una madre es dar a sus hijos todo lo que son y todo lo que tienen. Esta es la esencia de la paternidad como participación de la divina: darse de manera gratuita, amorosa y espontánea. No reflejaría bien esa paternidad más bien dañaría su imagen un dominio, una opresión, un autoritarismo en sentido represivo. La auténtica paternidad lleva a rescatar el concepto de autoridad como servicio. Por tanto, la paternidad habría que colocarla entre los valores más altos, primarios y necesarios para constituir una sociedad verdaderamente humana. Este es el gran desafío de nuestra sociedad del tercer milenio para superar la descomposición que sufrimos. A las nuevas generaciones de costarricenses hay que darles padre y madre, los dos en unión indestructible y amorosa que sea reflejo de la unidad trinitaria.
(*) Presbítero