Este año, que casi fallece, nos trajo, entre tantas cosas, algunas agradables, como algunos conciertos, exposiciones, el encuentro en el escenario de los hermanos Catania y varias otras muy negativas, como la escalada de la corrupción que, como una piedra enorme nos aplasta hasta casi no dejarnos respirar. Nos trajo también la celebración del centenario del nacimiento de uno de los mejores escritores costarricenses: José Marín Cañas.
Con motivo de este centenario hubo algunas actividades culturales, demasiado pocas en mi opinión. Luis Fernando Gómez, con la sapiencia y profundos conocimientos a los que nos tiene acostumbrados, dirigió una de sus obras, Como tú, que fue un éxito cultural y de público, pero que se presentó durante poco tiempo. Beto Cañas, con conocimiento de causa y en forma amena, escribió varios artículos sobre su vida y su obra.
Yo lo conocí muy bien y tengo mucho que agradecerle. He leído algunas semblanzas de él que lo presentan como una persona hosca y lejana, poco humano, pero yo lo recuerdo como alguien que estaba siempre dispuesto a ayudar, a aconsejar y, en lo posible, a cambiar las tristezas de la vida en alegrías.
"José, a secas". Al regreso de mis estudios en Nueva York, inicié la publicación de una revista mitad deportiva y mitad literaria. Yo era el director, el fotógrafo, el redactor de 16 páginas, el encargado de la propaganda y hasta el que barría la oficina. Para poder sobrevivir, necesitaba anuncios y lo visité en su oficina en los altos del cine Variedades. No solo me recibió muy bien, sino que de ahí en adelante siempre tuve seguro un anuncio que me dio, no por motivos comerciales, sino para ayudarme. Yo vivía cerca de su oficina, así que todos los días lo visitaba y siempre me acogió con afecto, con interés y con simpatía. Por la diferencia de edades lo llamé "don José", pero me dijo: "Yo no me llamo don José. Me llamo José, a secas.".
Me prestó varios de los libros que había publicado y recuerdo con especial cariño Tú, la imposible, que entonces me pareció una novela magnífica. El año pasado la leí de nuevo y le encontré muchos defectos. Pero a lo mejor mi visión juvenil era la correcta.
Todos los días me preguntaba: ¿Qué escribió? Cogía mis papeles, los leía con atención y luego me brindaba sus críticas. "Un escritor -me dijo una vez- debe escribir todos los días, aunque sean unas pocas líneas". Hice la observación de que él tenía años de no escribir nada y me contestó: "Yo digo lo que hay que hacer. No lo que yo hago".
Pichón de zopilote. Yo vivía en una casa por el Parque Morazán, cerca de un árbol muy alto que servía de refugio a los zopilotes. En la esquina, todavía más cerca del árbol, vivía una solterona muy beata, siempre vestida con hábito y el pecho lleno de escapularios y cruces. Un día de un nido en el árbol cayó un pichón de zopilote y aterrizó en el patio de la casa de la solterona, quien lo acogió con gran cariño, sin saber que clase de ave era; lo alimentó y lo cuidó hasta que el blanco de su plumaje se transformó en negro y entonces lo soltó después de darle un beso de despedida. Y cada mañana, al salir para el trabajo, el zopilote la seguía volando muy cerca de su cabeza y a veces posándose en sus hombros, lo cual producía la hilaridad y las burlas de los transeúntes. Se lo conté a Marín Cañas que casi me ordenó: "Escriba un cuento sobre esto". Pero nunca lo hice.
Cuando le conté sobre mi próximo matrimonio me dijo "¡Cómo, usted tan joven!". Respondí que ya no era tan joven. "No -reafirmó-, la edad ideal para casarse es in artículo mortis, casarse y morirse. Si no, una edad adecuada son 95 años. Todo menos de eso es prematuro". Sin embargo, fue a la boda y me deseó mucha felicidad.
Ahora, tantos años después, recuerdo a José Marín Cañas no como escritor, no como una gloria nacional, sino como un hombre bueno que me brindó su mano cuando más la necesitaba, que me dio fe en el futuro y, sobre todo, que me enseñó que la bondad, los sentimientos y el amor son mucho más importantes que el dinero, la posición social o cualquier otra ventaja material.