Cuando en ciertos países honrados el turista acude a la oficina de objetos perdidos, se sorprende de los muchos clasificados, ordenados, con una descripción precisa del lugar y hora en que se hallaron. Las comparaciones son odiosas, pero, en la mayor parte de los países latinoamericanos, estas oficinas se encuentran vacías. La honradez (moral e intelectual) –digámoslo con rubor– no es uno de nuestros distintivos.
Y ¿en Costa Rica? Bueno, desapareció de nuestros diccionarios desde hace mucho tiempo. Ahí están, como prueba palmaria y vergonzosa, nuestras casas. Los símbolos nacionales son la reja y el alambre de navaja, y, en otros estratos, el confinamiento urbano, con guardias y agujas, donde, por supuesto, también se roba.
¿El robo de carros? Levante la mano quien no haya sido víctima, él o alguno de sus familiares, de un robo o “bajonazo”. El sustantivo ‘robacarros’ se ha incorporado a nuestra lengua cotidiana. ¿El cadenazo en la calle? Las damas y los varones lo proclaman. Si no nos han robado, no somos. El historial de tiendas o centros comerciales es infinito: una competencia entre la imaginación de los ladrones y el ingenio de los propietarios.
Dicen que son los drogadictos y los requetepobres los ladronzuelos. Me temo que no. Los rateros proliferan en todos los estratos sociales, y los grandes ladrones de la cosa pública exhiben un nutrido currículo, tienen conexiones internacionales y abundan en cortesanos. La lista es gratis. ¡Ah!, ¿y los compatriotas “nuevos o viejos ricos” sin herencia ni lotería ni oficio conocido?
Todo nace en la familia y se perfecciona en la escuela, cuando el séptimo –no el séptimo trago o cigarrillo, sino el séptimo mandamiento– era no robar, y la honradez –intelectual y moral– era, como nos enseñó Benjamín Franklin, el más seguro de los juramentos. Y ¿el octavo? No mentir, no falsear la verdad.
Con estos dos mandamientos, seríamos, o mamma mia! , qué gran país seríamos.