Luis Guillermo Loría, doctorando en la Universidad de Nevada (EE.UU.), nos contaba, en el foro de La Nación del jueves pasado, que su primer escollo fue hablar y escribir en inglés correctamente, y que estaba dispuesto a meterle el diente al mandarín, candidato a idioma del siglo XXI.
Nos decía también que los ticos pierden muchas becas en Nevada por la barrera del inglés y que sus compañeros nos dan una lección. Un libanés habla árabe, francés, inglés, portugués y está estudiando español. Un indio domina el hindi, el inglés y un lenguaje del ser de su país, como parte de una política de Estado, que manda a muchos jóvenes a Occidente, al igual que los chinos y, antes, los japoneses, pues pretenden ser potencia mundial. Muchos compatriotas en universi- dades europeas o norteamericanas pueden relatar numerosas historias parecidas.
Posiblemente, la mejor enseñanza de dicho artículo es lo siguiente: “¡Qué diferencia cuando en los países hay una política de Estado clara tanto en educación como en visión de futuro!”. La educación como política de Estado y, en ella, el trinomio fundamental: una educación que enseñe a hablar y a escribir (lengua materna, como punto de partida), con dominio pleno; a pensar, y que transmita los valores éticos básicos. Sin estos utensilios o armas imprescindibles un pueblo no es dueño de sí mismo. No es libre. Quien no es dueño de su palabra (palabra-pensamiento) –amplia, rica, correcta, henchida de sentido, la palabra justa, de que habla Levinas– cae en las garras de cualquier embustero. ¿Hará falta poner ejemplos, sobre todo, en estos días?
Philippe Breton, maestro singular en estos temas, nos enseña que donde hay palabras, hay progreso; que la palabra es la alternativa de la violencia, que la democracia es el verdadero régimen de la palabra (el parlamento: la casa de la palabra, recordando a Panikar), lo que explica el estatuto central que le confirió la sociedad griega; que la palabra es más que facilitación de las relaciones humanas, nos constituye como humanos, que la palabra nos permite expresarnos, informar y argumentar, es decir, todo, y que un mono, entonces, no puede hablar –aunque repite o hace ruidos– porque no tiene nada que decir.
Por algo Confucio recomendaba a los chinos quejosos de los males de China que compraran un diccionario, esto es, que tuvieran algo que decir, que lo supieran decir y que no corrompieran la lengua. La corrupción de la lengua anticipa la corrupción política. ¡Homérica tarea la del ministro de Educación, Leonardo Garnier, en un sistema educativo con inciertas paredes, pesada techumbre y sin bases...!