En los años cincuenta del siglo pasado, regía la histeria anticomunista en Estados Unidos. Azuzando el miedo a un enemigo al que se pintó infiltrado por todas partes, el senador Joseph McCarthy desató, desde el Senado de ese país, una cacería de brujas que conculcó las libertades civiles y persiguió a miles que señaló como sospechosos. Finalmente, McCarthy cayó –en una sesión memorable le increparon “¿no tiene usted decencia?”–, pero el macartismo demostró que una sociedad con miedo es capaz de tolerar cosas que en otras condiciones jamás habría aceptado.
Como en toda cruzada, McCarthy la justificó en una causa superior: preservar la libertad, la democracia y la nacionalidad amenazadas por el comunismo. Había que hacer lo necesario, aunque fuera feo para defender el país. Quien se oponía a McCarthy, decía él, se oponía a la libertad. McCarthy cayó, repito, pero el macartismo perduró. Tanto en Estados Unidos como en muchas partes del mundo reafirmó el valor de la histeria como recurso político y ayudó a conformar una mentalidad intolerante y persecutora.
Hoy nuevamente campean los tiempos del miedo en la potencia del norte. En nombre de la libertad, el Senado norteamericano aprobó en días pasados leyes para combatir al terrorismo y a los inmigrantes ilegales. Una ley faculta la construcción de un muro a lo largo de la frontera mexicana, el segundo más extenso del mundo después de la muralla china (“Y no”, le dijeron a los mexicanos, “no es un gesto inamistoso”). La democracia más antigua del mundo se nos está convirtiendo en búnker. La segunda ley permite al Presidente la detención indefinida de personas sospechosas de terrorismo y autoriza prácticas de interrogatorio que rozan con la tortura. Viola las convenciones internacionales y la riquísima tradición de protección de las libertades civiles de la que el propio Estados Unidos es artífice.
Ninguna sociedad, aún las democráticas, es inmune a los excesos políticos. Cuesta entender, por ejemplo, cómo el país más culto y desarrollado de Europa (Alemania) prohijó al nazismo. Aquí tampoco somos inmunes a los excesos en nombre de la libertad. En los años cincuenta, el vergonzoso y hoy convenientemente olvidado lema de “no les compre, no les venda, no les hable” a los comunistas fue repetido y accionado por miles que se autodefinían como demócratas.
¿Que las democracias necesitan defenderse? Cierto, ciertísimo, pero, precisamente porque no son dictaduras, están obligadas a métodos distintos. Vulnerar las libertades no tiene por qué ser la receta.