Escuchamos decir que los adolescentes no leen, que en este país no existe el hábito de la lectura, que los universitarios redactan mal, que la mayoría de los docentes de Español no ha recibido la preparación necesaria y suficiente para dar lecciones. Entre otras quejas, se nos han convertido en lugar común del discurso de todos los tiempos.
Para resolver esta situación no es suficiente el esfuerzo social de poner al alcance de niños y adolescentes textos narrativos. Pese al proyecto de incentivar el consumo de libros, no se logra modificar la realidad de la práctica de no leer.
Precisamente, unido a este proyecto debe existir un compromiso institucional que se concrete en el aula. Es en la práctica cotidiana de la enseñanza donde se promueve la lectura como una experiencia social e individual, en la cual los estudiantes manifiestan sus inquietudes, necesidades, motivaciones, esperanzas y creatividad.
Fracaso demostrado. Es necesario que desde el espacio educativo se revise la concepción tradicional del lenguaje, y así de la literatura, pues esta noción del texto literario como simple instrumento para aprender de manera mecánica las normas gramaticales, o bien para reconocer en él los contenidos moralizantes de una sociedad perfecta, para enumerar personajes y compararlos en descripciones reduccionistas, o emplearlo como excusa para ocupar a los estudiantes en largas guías de trabajo, nos ha demostrado su fracaso en la formación de un pensamiento crítico y analítico, en control de su propio proceso de aprendizaje.
Hoy, cuando el ministro de Educación impulsa la capacitación de docentes, con el fin de mejorar el nivel de la enseñanza, es el momento para que las luchas por los derechos laborales, los aumentos salariales y las condiciones de trabajo se evidencien en un compromiso educativo por parte de los docentes, al exigir la revisión de teorías y prácticas para que la lectura sea construcción de conocimiento.