(Justicia igual bajo la ley)
Permítame expresarle la gran satisfacción que nos depara su visita. Su decisión de reunirse en Costa Rica con los mandatarios de Centroamérica y de la República Dominicana es indicio de que su gobierno se propone dar prioridad a las relaciones entre Estados Unidos y nuestra región. Tengo fe en que a partir de este encuentro se fortalecerán los vínculos que nos unen en la búsqueda de la paz, la democracia y la prosperidad en el hemisferio.
Hace justamente diez años, el Plan de Paz que acordamos los jefes de Estado de Centroamérica abrió a nuestros pueblos la oportunidad de construir la paz, fortalecer las instituciones democráticas y emprender el camino hacia la prosperidad. Esta ha sido para nosotros una década de esperanza, pero no fue sino hasta hace cuatro meses cuando se logró poner fin, en Guatemala, a la última de las guerras civiles. Si bien hemos logrado importantes avances democráticos, estamos muy lejos de haber ganado la lucha por la prosperidad. Por el contrario, el empobrecimiento y la agudización de la desigualdad se han convertido nuevamente en amenazas para nuestra democracia. Hoy nos preocupa particularmente el peligro de que el desencanto de los pueblos con la democracia pudiera llevarnos de nuevo a la ingobernabilidad y, peor aún, a la violencia.
Tal peligro se deriva, en cada una de nuestras sociedades, de problemas internos que solo nosotros mismos podemos resolver; pero entre sus causas se encuentran también los errores característicos de las relaciones políticas y económicas existentes entre los Estados de nuestro hemisferio. La responsabilidad de evaluar esas relaciones y convertirlas en un verdadero instrumento de paz, democracia y prosperidad recae sobre todas las naciones americanas, pero es innegable que ningún esfuerzo en ese sentido podrá tener éxito sin la participación decidida de Estados Unidos. Su gran poder político, económico y militar le confiere a la democracia que usted preside un lógico liderazgo. Para nosotros es extremadamente importante que esa nación y su gobierno asuman la responsabilidad de convertirlo, también, en un liderazgo moral, un liderazgo que no se limite tan sólo a la búsqueda de la eficiencia económica, la estabilidad política y la seguridad, sino que también contemple, como fines fundamentales, la justicia y la equidad.
Concuerdo, señor Presidente, con las metas adoptadas en la Cumbre de las Américas de 1994. Celebro su disposición de propiciar el establecimiento de un área hemisférica de libre comercio que permita extender a todos los pueblos del continente las ventajas de la apertura comercial. Sin embargo, es necesario que se aceleren los procesos conducentes a esa meta, aprovechando el apoyo que un conjunto bipartidista de líderes del Congreso de Estados Unidos ha ofrecido a la iniciativa de concederle a su gobierno la autorización de negociar con América Latina y el Caribe por la vía rápida (fast-track). Mientras tanto, las naciones de Centroamérica y el Caribe deben recibir las mismas ventajas que privilegian las exportaciones de México a su país. De lo contrario, estaremos desestimulando la inversión extranjera, tan necesaria para la recuperación de nuestras economías después de haber sido, durante varias décadas, víctimas de la confrontación Este-Oeste.
Los esfuerzos que realizan los gobiernos del hemisferio para ponerle fin al flagelo del narcotráfico y la drogadicción merecen nuestro apoyo. Aunque todos los países del continente lo padecen, el consumo de drogas es uno de los problemas más acuciantes para la sociedad estadounidense. Satisface saber, por el informe que presentó mi amigo el General Barry R. McCaffrey, director de la Oficina Nacional para el Control de las Drogas, ante la reunión de mandatarios y exmandatarios del continente, realizada hace pocos días en la ciudad de Atlanta, Georgia, que entre 1979 y 1996 el número de estadounidenses que consumen drogas ilegales se ha reducido a la mitad. A pesar de un progreso tan espectacular, más de un tercio de los estadounidenses mayores de doce años han probado una droga ilícita, y el uso de drogas prohibidas entre los jóvenes que cursan el octavo grado aumentó el 150 por ciento, de 1991 a 1996. Los recursos y los esfuerzos dedicados a la educación de los jóvenes contra el uso de drogas y a la rehabilitación de los adictos son solo una fracción de los que se gastan en el encarcelamiento de traficantes, vendedores y distribuidores de las drogas. Mientras tanto, en la mayoría de los países de América Latina y el Caribe el consumo de drogas entre los jóvenes continúa aumentando.
Es evidente que la lucha estará perdida mientras no se logre reducir aún más la demanda de la droga. Las recriminaciones mutuas entre gobiernos, por la falta de mayores logros, no conduce en modo alguno a la solución del problema y más bien favorece al enemigo común: el comercio de estupefacientes. Creo que la adopción, por parte de cualquier país, de medidas unilaterales de carácter punitivo contra otras naciones genera enfrentamientos que hacen más difícil la lucha contra el narcotráfico. Los gobiernos del hemisferio deben unirse en un frente común que, como lo propone acertadamente el General McCaffrey, "haga frente a ambos aspectos del reto de las drogas: limitación del suministro de drogas ilegales y reducción de la demanda". Por ello creo, como muchos dirigentes de Estados Unidos y de América Latina y el Caribe, que la política unilateral de certificación seguida hasta ahora por su gobierno debe ser sustituida por una estrategia multilateral, bajo la responsabilidad de todos los países del hemisferio. En la reciente reunión de Atlanta, el Presidente de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich, coincidió con nosotros al calificar la actual política de certificación de "ofensiva y sin sentido".
La acción multilateral que sugerimos deberá basarse en un plan que conduzca a romper los nexos entre las diferentes etapas del proceso: cultivo, industrialización, transporte, distribución, venta, consumo y, finalmente, lavado de dinero. Cada país deberá desplegar las formas de combate más apropiadas a su situación, pero siempre en estrecha coordinación hemisférica.
Señor Presidente: el gasto militar excesivo constituye la más injusta exacción que sufren los pueblos. Esa es la causa de una gran parte de la pobreza que agobia a los países en vías de desarrollo, no solo porque estimula la guerra y la opresión, sino también porque desvía los escasos recursos disponibles para la atención de las necesidades básicas de educación, salud, alimentación y vivienda. Tras los acuerdos de paz firmados hace diez años, en nuestra región hemos hecho grandes esfuerzos por disminuir ese gasto. He participado en las campañas que condujeron a la abolición de las fuerzas armadas en Panamá y Haití, y he luchado por la reducción de los contingentes y los arsenales en países que, como Nicaragua y El Salvador, padecieron décadas de guerra. América Latina y el Caribe constituyen actualmente la región del mundo que más ha disminuido el gasto militar. El Tratado de Tlatelolco, que declara a nuestra región zona desnuclearizada, es paradigmático. Sin embargo, ese proceso de desmilitarización, secuela natural de nuestra consolidación democrática, se encuentra en peligro ante la incitación comercial de la industria militar de los países desarrollados, apoyada en muchos casos por la diplomacia de sus gobiernos.
En Estados Unidos, la exportación de armas recibe subvenciones estatales superadas únicamente por las que recibe la agricultura. Más de las tres cuartas partes de las armas exportadas a los países en vías de desarrollo proceden de Estados Unidos. Con frecuencia, círculos políticos y empresariales estadounidenses argumentan que la exportación de armamentos es importante como fuente de empleo para los ciudadanos de su país; sin embargo, la verdadera justificación de ese mercado de muerte es la obtención de utilidades. En ese aspecto, es fácil establecer un siniestro pero lógico paralelo entre el tráfico de armas y el tráfico de estupefacientes. Uno es legal y el otro es ilegal, pero en el orden moral son semejantes, ya que, en último resultado, ambos provocan muerte, sufrimiento y miseria. Ambos consumen recursos que los gobiernos deberán dedicar al bienestar de nuestras sociedades.
El tráfico de armas debe ser combatido tanto como el tráfico de drogas. En ambos casos, deben realizarse esfuerzos para reducir, simultáneamente, la oferta y la demanda, para lo cual es necesaria la colaboración de todos los países, tanto vendedores como compradores. En la actualidad nos preocupa el posible levantamiento, por parte del gobierno de Estados Unidos, de la prohibición de suministrar aviones de alta tecnología a América Latina. Ya se ha autorizado la negociación preliminar para la venta de un número importante de aviones de combate F-16 a Chile, a un costo unitario superior a los 24 millones de dólares. Eliminar esta restricción que, con gran visión y coraje, adoptó en su momento el presidente Jimmy Carter, tendría como consecuencia el inicio de una trágica carrera armamentista en América del Sur. Trágica, no solo porque reaparecerían las ahora casi inexistentes posibilidades de que estallen en la región conflictos internacionales, sino también porque eso significaría inevitablemente un aumento de la pobreza y el deterioro de las condiciones de vida de la mayoría de los latinoamericanos.
En la reciente reunión de Atlanta, el grupo de mandatarios y exmandatarios del hemisferio acogió nuestra sugerencia de proponer que los países de América Latina y el Caribe acepten una moratoria de dos años antes de tomar la decisión de adquirir armas de alta tecnología. Durante ese período, se negociaría un acuerdo permanente sobre la prohibición de adquirir ese tipo de armas.
La adopción de un acuerdo como el propuesto no impedirá continuar con los esfuerzos por redactar y buscar la aprobación de códigos de ética sobre la transferencia de armas, de ámbitos nacional, regional e internacional.
El gobierno estadounidense tiene la posibilidad de asumir un doble liderazgo. El primero, ante los países de la región, recomendando y respetando la moratoria. El segundo, ante los demás países productores y vendedores de armamentos, con el fin de hacer que ellos se comprometan a respetar esa moratoria.
Ya es hora de que se escuchen las voces de nuestras niñas y nuestros niños, que claman por escuelas y no por armas. Ya es hora de que los vendedores de armas lean los diarios escritos en nuestras prisiones por quienes sufrieron tortura y mutilación a manos de nuestros militares.
Señor Presidente, sea usted bienvenido a Centroamérica. Mientras nuestras democracias no se enfrenten al reto de una pobreza que crece día a día, no estarán cumpliendo su responsabilidad básica de proteger la dignidad de las personas. Debemos recordar que de la pobreza germina la semilla de la inestabilidad social y la desesperación, deslegitimadoras de cualquier gobierno que se declare democrático. En el frontispicio de la Corte Suprema de Estados Unidos figura la frase "Equal justice under law": justicia igual bajo la ley. Para que la democracia sobreviva es necesario que cumpla este principio, impulsando la justicia y disminuyendo la desigualdad social. Los gobiernos no pueden enorgullecerse de sus instituciones, si estas sirven únicamente para proteger los derechos políticos de sus ciudadanos, pero fracasan en la defensa del derecho de esos ciudadanos a disfrutar de una vida digna.
Sinceramente,