Cuando al inicio de la epidemia del sida, un colega me informó, alarmado, de que prácticamente todo el que contraía esta nueva enfermedad moría, sonreí y pregunté cuál era el problema. El colega se escandalizó y tuve que explicarle que todos eventualmente morimos; la cuestión es cuándo. La esperanza de vida es la respuesta estadística a esta pregunta crucial para los humanos: simples mortales con conciencia de su mortalidad. "Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / quíes el morir", dijo el poeta. La esperanza de vida mide la longitud de estos ríos. Su caudal, el otro aspecto de la metáfora, es la calidad de vida, concepto de medición más compleja.
El cálculo de la esperanza de vida es un ritual que llevamos a cabo anualmente con una casi morbosa curiosidad apenas el INEC da a conocer las estadísticas frescas de defunciones del año recién pasado. Para algunos esta medición tiene mayor interés que el mucho más publicitado PIB y similares, patética respuesta de los economistas al problema de medir la calidad de la vida. La esperanza de vida es un concepto simple, inequívoco, que dice mucho del desempeño de un país en la provisión del bien más preciado: la vida.
Pérdida masculina. El cálculo para 1999 resultó en una esperanza de vida de 74,1 años para los hombres y 79,8 para las mujeres. Esto significa que, con respecto a 1998, los hombres perdieron una décima y las mujeres ganaron medio año.
Salta a la vista la diferencia según sexo. Las mujeres son más durables que los hombres, y la diferencia está ampliándose: era 1,8 años en 1940, pasó a 4,9 años en 1990 y es de 5,7 años en la actualidad. En casos extremos, como en Rusia, la diferencia llega a ser de 12 años. La vida más breve del mal llamado sexo fuerte es en parte un producto social. Los hombres, por razones de trabajo, o por llevar vidas más desordenadas, son más propensos a morir por accidentes, suicidios, asesinatos, alcoholismo, fumado, estrés y malos hábitos alimentarios. Pero la vida más breve de los hombres es también resultado de una mayor vulnerabilidad genética e inmunológica. Ya en el seno materno, las malformaciones congénitas y los abortos son mucho más frecuentes en fetos de varones que de hembras. Una pregunta provocativa (y políticamente incorrecta) es: ¿por qué el Estado, tan preocupado con la igualdad de oportunidades, no se ocupa de esta desigualdad, crea una oficina de la salud del hombre y diseña políticas para prevenirla o, al menos, compensar a los hombres por su desventura?
Tiempo extra. La esperanza de vida cambia con la edad. Disminuye conforme envejecemos. Obvio. A las personas que se retiran a los 60 años de edad, por ejemplo, les restan para disfrutar de su pensión 20,0 años si son hombres y 23,5 años si son mujeres (en 1940, cuando se discutía la constitución del seguro social, las cifras correspondientes eran 13,9 y 14,5 años). Estos números pueden sorprender, pues muestran que la edad esperada al morir no es fija. Para los hombres de 60 años, la edad esperada al morir es 80, mucho mayor que los 74,1 años de un recién nacido. Ello se debe a efectos simples de selección. La broma de decirle a un hombre de 75 años que ya está jugando tiempo extra porque sobrepasó la esperanza de vida de 74,1 años, no tiene fundamento estadístico.
Costa Rica tiene la esperanza de vida más alta de América Latina. En las edades adultas estamos incluso mejor que en muchos países industrializados. Al cumplir 20 años, a un tico le restan 55,8 de esperanza de vida, medio año más que a un estadounidense blanco y siete años más que a un estadounidense negro. Estos son logros que hablan muy bien del modelo de desarrollo del país, su sistema de salud y los hábitos de vida de sus habitantes. Pero son, hasta cierto punto, glorias pasadas. Estamos estancados desde hace rato, particularmente en la población masculina. La ya mencionada esperanza de vida de un hombre de 20 años en 1999 es idéntica a la de 1982 e, incluso, medio año menor que la de 1990. Hemos alcanzado un techo. Superarlo es difícil, pero no imposible. Así lo atestiguan la gran cantidad de muertes prematuras y evitables que todavía ocurren en el país y cuyo control podría incrementar en algunos años nuestra esperanza de vida. El progreso posible es, sin embargo, limitado y sugerente de que ya es tiempo de prestar más atención a la calidad que a la cantidad de años de esperanza de vida.